Igualtat, por i origen de la comunitat


En la idea misma de origen del género humano resuenan claramente connotaciones violentas. La violencia entre los hombres no sólo se sitúa al comienzo de la historia, sino que la comunidad misma muestra estar fundada por una violencia homicida. Al asesinato de Caín, que el relato bíblico sitúa en el origen de la historia del hombre, responde, en la mitología clásica, el de Rómulo en el momento de la fundación de Roma: en ambos casos, la institución de la comunidad parece ligada a la sangre de un cadáver abandonado en el polvo. La comunidad se yergue sobre una tumba a cielo abierto, que nunca deja de amenazar con engullirla.
No debe pasarse por alto el hecho de que estos homicidios originarios no se representan como simples asesinatos, sino como fraticidios, es decir, homicidios entre hermanos, como por otra parte lo es, en la tragedia griega, el asesinato recíproco de Eteocles y Polinices a las puertas de Tebas, también concluido en aquel caso con un cadáver al que se niega la sepultura. Éste es un elemento en el que conviene detener la atención: la sangre que cimenta los muros de la ciudad siempre es sangre de familia, sangre que, aun antes de haber sido derramada, ya ata indisolublemente a la víctima y al verdugo. Es más: precisamente este nexo biológico –esta comunión de sangre– es lo que parece originar el delito.
Lo anterior hace que la conexión entre comunidad y violencia posea un carácter todavía más intrínseco. En la representación mítica del origen, la violencia no sacude a la comunidad desde el exterior, sino desde su interior, desde el corazón mismo de eso que es «común»: quien mata no es un extranjero, sino uno de los miembros de la comunidad; e incluso el miembro más cercano, biológica y simbólicamente, de la víctima. Quienes combaten a muerte no lo hacen a pesar de que, sino precisamente porque, son hermanos, consanguíneos, mancomunados por el vientre de la misma madre.
Quizás el autor contemporáneo que interpreta con mayor intensidad este mito fundador –no sólo el carácter común de la violencia, sino el carácter violento de lo que es común– es René Girard. En su reconstrucción genealógica, lo que subyace a la violencia más terrible son justamente los hermanos, sobre todo los hermanos gemelos, desde el momento en que la violencia, en su origen y en el transcurso de su historia infinita, resulta desencadenada por un deseo mimético: por el hecho de que todos los hombres miran en la misma dirección, y quieren todos lo mismo. Y no sólo eso: además, no lo desean por sí, en cuanto tal, sino precisamente porque lo desean todos los demás.
Lo que Girard sostiene es que los seres humanos no combaten a muerte porque son demasiado diferentes –como hoy día tendemos a creer con ingenuidad– sino porque son demasiado parecidos, e incluso idénticos, precisamente como lo son los hermanos y, aun más, los gemelos. Estos se matan recíprocamente no por exceso de diferencia, sino por defecto. Por una excesiva igualdad. Cuando hay demasiada igualdad, cuando ésta llega a afectar al ámbito del deseo y lo concentra sobre el mismo objeto, entonces desemboca inevitablemente en la violencia recíproca.
En el origen de la filosofía política moderna, Thomas Hobbes lleva a su punto extremo esta conexión, haciendo de ella la base, el supuesto previo, de su sistema mismo: lo que produce una violencia insoportable no es un accidente externo cualquiera, sino la propia comunidad en cuanto tal. De hecho, se trata de lo más común en el hombre: la posibilidad de matar y de ser muerto. En esta posibilidad se funda nuestra igualdad primaria. Más que por ninguna otra cosa, los hombres están igualados por el hecho de poder ser todos, indistintamente, verdugos y víctimas. Si alguno fuese tan fuerte o tan inteligente que no se sintiera amenazado por otros, la tensión se aplacaría. Los hombres se organizarían en relaciones estables de obediencia y mando.
Pero no es así. Se temen recíprocamente porque saben que ninguna diferencia física o intelectual podrá protegerlos de la amenaza de muerte que el uno constituye para el otro. En sus dotes biológicas y técnicas, los seres humanos son tan parecidos y están tan cerca unos de otros que siempre pueden golpearse. Cada uno tiene, al menos en potencia, la misma capacidad de matar y por tanto de ser muerto por cualquier otro. Por eso, en la escena que propone Hobbes lo que produce miedo no es la distancia que los separa, sino la igualdad que los mancomuna en una misma condición. No se trata de la diferencia, sino de la indiferencia, que es la que arrima a los hombres poniendo al uno literalmente en las manos del otro.

Roberto Esposito, Comunidad y violencia, Minerva, nº 12, Círculo de bellasd Artes de Madrid, 2009

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