Com tractar amb un futur incert.

La confrontación política gira actualmente en torno a las probabilidades de peligro y la agenda de los riesgos. La política es más una competición en torno a los peligros que acerca de las oportunidades. Los actores políticos se asemejan en que se dedican igualmente a advertir la inminencia de determinados peligros y se ofrecen a salvarnos del desastre; se distinguen únicamente en qué consideran lo más peligroso, la pérdida de la identidad o la desprotección social, los riesgos vinculados a la inseguridad o los que proceden del posible abuso de los vigilantes. Los agentes políticos tienen menos ideología que recursos de alarma.

Este debate se ha agudizado tras irrumpir la cuestión de los riesgos globales en las agendas políticas. El cambio climático, las nuevas amenazas a la seguridad, los riesgos sanitarios y alimentarios, las crisis financieras plantean, de entrada, un desafío a nuestra conceptualización de esos futuros inciertos.

¿Cómo podemos conocer el riesgo posible? ¿Cómo actuar en relación con los riesgos, que no son hechos comprobables sino posibilidades latentes de controvertida identificación? ¿Cómo tener en cuenta lo improbable?

Todo futuro incierto nos sitúa ante dilemas de especial dificultad: qué precaución es razonable, de qué manera podemos anticipar las cadenas causales catastróficas, qué tipo de acción concertada corresponde al tratamiento global de nuestros problemas, cómo gestionamos nuestra inevitable ignorancia acerca de los acontecimientos futuros... Nos hacen falta acuerdos en torno a los riesgos aceptables.

En muchas decisiones que tienen que ver con los riesgos no se trata de elegir entre alternativas seguras y arriesgadas, sino entre alternativas siempre arriesgadas. Como acabo de señalar, toda medida preventiva implica riesgos, tanto por lo que hace como por lo que deja de hacer. El miedo es una señal y con respecto a las señales no es razonable ni desentenderse ni multiplicarlas.

Hasta ahora no hemos conseguido articular un concepto y una estrategia de lo que debería ser un equilibrio razonable entre el riesgo y la seguridad, de lo que tenemos una idea arcaica. Da la impresión de que no hemos entendido ni lo uno ni lo otro: hasta qué punto el riesgo está en la entraña de nuestras sociedades, cuán inservible es un concepto de seguridad formulado en otras épocas. Por eso nuestros sentimientos en torno al miedo se vuelven especialmente vulnerables.

El trato con el futuro incierto, en lo que éste tiene de peligroso, es una de las conductas más difíciles de aprender: muchas veces somos temerosos cuando no hay motivo suficiente y en otras temerarios más allá de lo razonable.

Tratándose de sociedades complejas, donde todo está estrechamente interrelacionado, la gran cuestión es cómo podemos protegernos de nuestra propia irracionalidad. Los encadenamientos catastróficos frente a los que nos hemos de proteger resultan de nuestra irresponsabilidad por temer demasiado o demasiado poco.

En la crisis económica, por ejemplo, quienes gestionaban las innovaciones financieras tenían menos miedo del que debieran; ahora, la desconfianza de los agentes económicos se explica porque temen tal vez demasiado. Hablando en términos generales, seguramente deberemos generalizar una regulación ex ante, que permita prevenir lo que no es posible sanar, anticipar más bien que reaccionar, impedir y no tanto corregir.

Y, dado que los miedos no se pueden eliminar completamente, necesitamos nuevas estrategias para gobernarlos. Para eso están las instituciones y esa es una de las funciones del Gobierno: generar confianza y previsibilidad, impedir que el miedo se convierta en pánico o que la audacia favorezca la irresponsabilidad.

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