Alienígenes i utopies.

Es algo que resulta obvio si se piensa en los abundantes relatos de abducciones alienígenas. Lo que hace que esas historias resulten tan sospechosas no es la exoticidad de los extraterrestres, sino justamente lo contrario: el ridículo aire familiar de esas criaturas, su risible alienigenidad no alienígena, desmiente los tumultuosos informes de sus víctimas. Aparte de uno o dos miembros de más, la ausencia de orejas, un olor desagradable o algunos centímetros de altura añadida o sustraída, se parecen bastante a Bill Gates o a Tony Blair. Su habla y sus cuerpos son grotescamente diferentes a los nuestros, excepto por el hecho de que tienen cuerpos y de que pueden hablar. Vuelan en naves que pueden atravesar agujeros negros pero que inexplicablemente pierden el control en el desierto de Nevada.

Los alienígenas son inconcebiblemente distintos a nosotros, puesto que aparentemente manejan estas naves con unos brazos extremadamente cortos y hablan con voces monótonas y siniestras. Estos seres que nos saludan desde civilizaciones tal vez millones de años más avanzadas que la nuestra manifiestan, sin embargo, un interés lascivo por las dentaduras y los genitales humanos. Sus mensajes para nuestro planeta se basan en banalidades nebulosas sobre la paz mundial dignas de un secretario general de Naciones Unidas, con el aliño de alguna vaga observación ecológica. Lo espúreamente espeluznantes que resultan los extraterrestres constituye un desolador testimonio de la penuria de la imaginación humana. Por definición, cualquier alienígena capaz de abducirnos no es un alienígena.

Buena parte de esto, vale también para las utopías literarias de los siglos XVIII y XIX. Lo que sorprende en la mayoría de estos textos, con algunas honrosas excepciones, es su absurda incapacidad para imaginar un mundo definitivamente diferente del suyo. (...)

En gran parte de la ficción utópica, los mundos alternativos son meras estrategias para sacar a relucir los trapos sucios del mundo real. No se trata de ir a alguna otra parte, sino de emplear otro lugar como reflejo de aquel en el que estamos. La mayoría de las utopías literarias son periodismo político encubierto, sus reinos ideales sirven al objetivo de promocionar una obsesión pueblerina por el presente. Ningún otro tipo de fantasía podría ser más provinciana y prosaica. Esta forma literaria, aparentemente la más honesta y abstracta, es también una de las más tópicas y efímeras. Nada es más crudamente realista que su idealismo de altas miras. Cuanto más urgentes y relevantes son estas ficciones para nuestras preocupaciones políticas y, por tanto, cuanto más vívidas y potentes, menos utópicas se vuelven. Al final del siglo XIX, tras el gran clásico de William Morris Noticias de ninguna parte (1891), la misión de proyectar un universo alternativo pasó a manos de la ciencia ficción, que emprendió la tarea con mucho más garbo. En lo que se refiere a Noticias de ninguna parte, cabe recordar la observación de Perry Anderson, que señalaba que se trata de una de las escasísimas utopías socialistas que, junto con su realización, retratan realmente el proceso de cambio revolucionario.


Terry Eagleton, La utopía y sus opuestos, Minerva nª 15, Círculo de Bellas Artes de Madrid, 2010
http://www.circulobellasartes.com/ag_ediciones-minerva-LeerMinervaCompleto.php?art=433&pag=1#leer

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