Diurètics culturals.

Las marcas, pensábamos, son una cosa y la cultura otra. Por mucho que se empeñaran los mejores profesionales del marketing en hacer ver que las marcas contenían una historia, una storytelling, semejante a las que contienen campañas políticas, los filmes de Cannes y los premios Goncourt no han logrado que las máximas autoridades del saber aceptaran esta deriva que va, metafóricamente, desde el libro al eslogan y desde la película al spot.

Ahora, sin embargo, esas mismas autoridades del saber y su parentela, tendrían que cerrar los ojos, taponarse los oídos, volverse de espaldas y despotricar sin intervalos para eludir la evidencia de que los productos de la cultura han ido evolucionando hacia la máxima brevedad, la mínima talla física y, finalmente, desde la prolongada presencia hacia el segundero.

Dondequiera que se busque un ejemplo vivo se encuentra un menos de un más, un micro de un maxi. No solo se difunden incontables micronovelas en los móviles hasta lograr un éxito formidable en países como Japón y otros más de su influencia, sino que también se multiplican las músicas sucintas o comprimidas, se exponen en las pantallas del ordenador vídeos que no llegan al minuto y flases que hasta cuesta atender bien.
Con el auge de la tapa para todo, el trato efímero en la Red, el mensaje corto, el mail lacónico o el videoclip de todo tipo, se ha trenzado una cultura general de las pequeñas e innumerables dosis.

No se despliega la amplitud de un lienzo, ni se celebra una película que permita degustar los silencios y los esmerados gestos de su composición. El estilo sincopado de muchas otras actividades diarias, en las compras, las comidas, los ligues, los secuestros exprés o, en conjunto, los servicios solicitados y recibidos a través de un simple clic del ratón, corresponde una cultura típicamente ratonera, rauda, leve y exigua. Por esta misma razón, marcas como McDonald's, Google, Facebook, YouTube, Nespresso, TomTom, Viagra, Swatch, Zara, ING Direct o Red Bull, ingresan sin dificultad en el mismo mundo que la cultura. Poseen tanto en su impacto simbólico como en su talante el factor de la velocidad, el efecto directo e inmediato de la narración o el trago corto. Todo ello, para conformar el incuestionable sistema dominante en el, supuestamente, mundo diferencial de la cultura.

¿Y qué sistema es este? Fundamentalmente el sistema compulsivo o bipolar donde domina el relámpago, el puntillismo, el collage de todo signo y significado. La facultad de concentración exigible para el aprendizaje a través del libro, antiguo depósito de casi todo el saber, se sustituye por la conveniente capacidad de dispersión que, pareciendo distracción, no es sino la manera propicia para atender la cultura del fragmento.
Mil fragmentos descamados de otros tantos elementos, de aquí a de allá, de un sabor y otro que hacen pasar de un trago a otro trago, la cultura se nos presenta con el estilo de un desnudo dispensario donde las visitas se acortan, el escrutinio se abrevia y apenas la experiencia del paladar pasa de la cata.

Acaso pronto no será nadie realmente culto de la actualidad si pretende defender la despaciosa liturgia de la antigua iglesia. De hecho, hasta los mismos responsos se acortan. La religión, la cultura, el amor, se esparcen ahora como una metralla superficial, un inocuo petardo que estalla, un snack que entretiene el hambre. Un soplo, en fin, que se siente y se desvanece.

Casi cualquier artículo asimilable a esta cultura presente entra y sale del receptor como diurético, se bebe y no embebe. La obra de arte se crea, se distribuye y se vende (o se subasta en Ebay) al compás de un fast food corto que, precisamente, desde hace tiempo anticipó significativamente, con las cosas de comer, el rápido tránsito intestinal que finalmente ha caracterizado la ligera digestión de no importa qué input.

Vicente Verdú, Ligero tránsito intestinal, El País, 25/11/2010

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