Identitat i eleccions a Catalunya.

Está más que claro el resultado de las elecciones catalanas. Ganaron los que hicieron de las políticas de identidades una receta electoralista, perdieron los que no supieron hacer de lo social un proyecto. En este sentido, Cataluña es un campo de experimentación ejemplar. Probablemente, es en Europa, junto con Holanda, uno de los territorios más avanzados en los procesos históricos de mezcla identitaria, pluralismo y tolerancia. También es el espacio político en el que las cuestiones sociales, económicas o políticas revisten un tinte identitario. La razón es obvia: la identidad ha sido la senda de construcción del modelo democrático de la comunidad.

Pero es difícil negar que el auge del nacionalismo, sea el de las fuerzas conservadoras, socialistas o extremistas, ha sido generado por este identitarismo. No se cuestiona aquí la identidad nacional catalana: pero si la nación tiene su legitimidad, el nacionalismo como ideología es ni más ni menos que su perversión. Porque la nación puede existir sin nacionalismo, cuando es una verdadera nación, o sea cuando es integradora de lo diferente. En este sentido, el auténtico sentimiento nacional siempre es un universalismo, una apertura al otro. Y Cataluña lo es fundamentalmente. Ahora bien, con las trabas encontradas en este proceso de construcción de la nación, sobre todo a partir del desentendimiento con el poder central, la cuestión identitaria se ha vuelto casi incontrolable, y los partidos políticos, sobre todo los extremistas, la utilizaron con fines de conseguir recursos de poder. De ahí el nacionalismo populista que se está desarrollando, incluso bajo una forma perversa, la del supernacionalismo centralizador y autoritario, en contra de los extranjeros, y en particular los inmigrantes musulmanes.

La obsesión compulsiva del origen del otro se ha vuelto un reflejo instintivo porque se ha "esencializado" la propia identidad de los naturales de la comunidad de acogida. La versión caricaturesca de esta perversión se vio con el debate en Francia en torno a la identidad nacional. Este debate fracasó, demostrando que la mayoría del pueblo no estaba lista para seguir a los hechiceros politiqueros que pretendían conseguir una fórmula química de la esencia de la identidad francesa.

Además, sabemos que los nacionalismos populistas de los años treinta tuvieron éxito precisamente porque en un contexto de crisis pudieron transformar la cuestión social en identitaria.

Aunque la reflexión teórica sobre esta transmutación está desarrollada, es siempre un interrogante abismal saber por qué las masas se vuelven casi locas cuando entran en la problemática identitaria. Locas de odio al no idéntico, de amor a sí mismas. Probablemente porque la identidad es una pasión, no una mera razón.

Felizmente no estamos en esa situación en Cataluña, pero la amenaza existe, y se va a incrementar con la crisis económica. Es que tenemos la siniestra impresión de que ya hemos visto la película sobre los años treinta que se está estrenando ahora en Europa.

Se conocen las razones racionales del auge nacionalista en las elecciones catalanas: el rechazo del Tribunal Constitucional al Estatuto, la incapacidad de los socialistas catalanes de ofrecer un nuevo proyecto creíble, la demagogia experimentada en Cataluña para fomentar un supernacionalismo español echando el muerto a los inmigrantes, los problemas socioeconómicos planteados por la crisis, la dificultad de relacionar, en el mundo vivido, los rasgos culturales identitarios de los inmigrantes con el tejido humano catalán, y seguramente otras mil razones.

No será fácil reorientar este giro. Las grandes fuerzas políticas intentaron contener la radicalización de las pasiones identitarias, pero el hecho es que, en adelante, se ha legitimado plantear la cuestión de la inmigración desde la perspectiva estrictamente identitaria. En otros países europeos hemos visto adonde lleva el plantear la inmigración desde esta perspectiva. En Italia, Francia, Bélgica, Holanda y Grecia se están levantando movimientos racistas de exclusión a los extranjeros. Los ingredientes son los mismos: una concepción esencialista de la nación y unos enemigos designados a partir de sus rasgos identitarios: color de piel, culturas, religiones.

Ante esto no hay otro remedio que desacralizar, no relativizar, la identidad particular en la formación de la identidad común, y hacer de la política de ciudadanía el complemento imprescindible del respeto a la legítima identidad de cada uno. Cataluña no debe perder su alma pactando con el diablo del identitarismo populista.

Sami Naïr, Cataluña, inmigración y populismo, El País, 04/12/2010

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