"De vegades m´escriu la infància una targeta postal"



La infancia es la primera memoria, y es la última que se pierde. A la infancia se vuelve, siempre, ahí está la raíz de la memoria; cuando los recuerdos se evaporan, el último bastión es la infancia. Julio Llamazares, el poeta y narrador que escribió Memoria de la nieve y, aún más, La lluvia amarilla, dice: "La memoria es la identidad. En la infancia se determina nuestro ADN".

El poeta alemán Michael Krüger escribió en su libro Previsión del tiempo (NorteySur, traducción de J. L. Reina Palazón) unos versos que resumen la importancia que la infancia tiene en ese ADN del que habla Llamazares: "A veces me escribe la infancia / una tarjeta postal: ¿Te acuerdas?"

La infancia es la caja negra de la memoria. En la ahora famosa película El discurso del Rey, candidata a 12 oscars, el personaje que encarna Colin Firth (Jorge VI) le confiesa detalles de su infancia a Lionel Logue (Geoffrey Rush), su excéntrico logopeda. Y en ese relato sobre las maldades que sufrió de niño descubre Lionel la raíz de la tartamudez de su ilustrísimo cliente.

La memoria, dice el doctor Carlos Belmonte, director del Instituto de Neurociencias de Alicante, almacena "los recuerdos intensos, las amenazas; y cuando esos recuerdos proceden de la infancia son más difíciles de eliminar". Durante un periodo de tiempo, eso que está en la memoria desde la infancia "puede ser borrado, reforzado o cambiado, pero pervive sobre todo lo que viene de la niñez, que es la memoria más vívida". "Mire, por ejemplo", dice Belmonte, "Ciudadano Kane... Lo único que Kane recuerda es Rosebud, el nombre de su trineo...".

La infancia, en efecto, envía postales. Hay un libro de Llamazares, Escenas de cine mudo, en el que aparecen "muchas de esas postales que la infancia nos envía". "El metabolismo sentimental de las personas lo marca la infancia". Y la memoria que se nutre de ese metabolismo "es un campo de arenas movedizas, como un banco de nubes que dejan pasar la luz o que la niegan".

(…) Pero la memoria no solo tiene su lugar de nacimiento (en la infancia), a partir de los tres años, sino que tiene un sitio. El doctor Jorge Tizón, psiquiatra, psicólogo y neurólogo, autor de varios libros de su especialidad, está de acuerdo con Llamazares: hay muchas memorias (la psicológica, la neurológica, la endocrina, la inmunitaria...), todas nos permiten reacciones (el amor, el odio...), pero la que más nos importa, la que el común de los mortales llama simplemente memoria, "es la que nos proporciona identidad".

Hay maneras de agredir a esta memoria, hay formas de traumatizarla con sufrimientos y otras alteraciones. Cuando esto se produce en la infancia, cuando más postales estamos percibiendo para enfrentarnos luego a la vida, "se producen estragos que duran en forma de alergias y otros inconvenientes". Entre estas alteraciones está, por ejemplo, la afección que ahora resulta tan famosa que parece de ficción: la tartamudez del rey Jorge VI.

Todo lo que recordamos más nítidamente nace a los tres años, y ese almacenamiento más puro dura hasta la adolescencia. Luego, la memoria empieza a ser quebradiza; a los 40 años tenemos charcos, a los cincuenta ya hay lagunas, y la memoria empieza a causar malas pasadas cuando superamos los sesenta. Y hay un momento, dice el doctor Tizón, en que se deshace la memoria; por ejemplo, a causa del alzhéimer. "No solo se deshacen los recuerdos; se deshace la identidad... Las experiencias están ahí, en el hipocampo, donde se almacenan". En esa "unidad central de procesamiento" están. El alzhéimer los aleja. La infancia los hace durar.

Estamos programados genéticamente, dice el doctor Tizón; el sistema nervioso va diciendo cuánta memoria nos queda, y nada detiene ese proceso cuya intensidad marca la infancia. Los medicamentos no impiden la acción del tiempo sobre el hipocampo. Ahí se concentra el temor que animaba esta frase de Henry James que recuerda Tizón: "La mayor fuente de terror en la infancia es la soledad". Y la felicidad es lo que hace sólido el recuerdo que más cuesta perder. Esas postales de las que habla Krüger y en las que insiste, por ejemplo, la memoria de Maragall.

Andrés Trapiello, que narra su vida en diarios, considera que fijar lo que sucede "sirve para reconstruir la memoria, pues si esta actúa te ha de hallar recordando". La memoria es "un movimiento continuo"; "hay un libro mío, El arca de las palabras, que nace de mi recuerdo de cómo aprendí el significado de una serie de palabras que descubrí en mi infancia. Ahí relaciono los recuerdos con las primeras palabras, y por tanto con la infancia". La infancia "es intensiva (la edad adulta es extensiva). Nos obliga a sumergirnos, a ahondar (la memoria involuntaria de Proust). La edad adulta discurre, se extiende. La infancia es un territorio ilimitado, insondable; la edad adulta tiene límites".

Trapiello recuerda lo que decía Wordsworth: "El niño es el padre del hombre". Y José Saramago (uno de cuyos últimos libros fue Las pequeñas memorias) decía que uno va con el niño que fue.

(…) Jorge Semprún, el autor de La escritura o la vida, también recuerda un tiempo atroz, que aparece en ese libro, y que le lleva también a la Guerra Civil, cuando tenía 13 años y veraneaban en Lekeitio hasta que fue precisa la diáspora... Esas postales marcarían su vida... "Pero afirmaron mi identidad; la infancia es mi identidad. Sin memoria, después de haber usado tantas identidades falsas, yo no hubiera sido nada, y esa memoria es la de la infancia. La memoria corrige la esquizofrenia del exilio, de los nombres falsos, de mi propio ser bilingüe. Me aferro a la memoria para decir: 'Yo soy aquel niño de Santander que veía a su padre recitar versos ante la bahía".

(…) José María Ruiz Vargas, catedrático de Psicología de la Memoria en la Universidad Autónoma de Madrid, cree que, para los creadores, y para todo el mundo, "la memoria es como un cesto de cerezas; nos esforzamos un poco, y ahí está la memoria enviándonos postales, casi siempre de la infancia". ¿Y por qué de la infancia? "Porque a esa edad estamos abiertos a todo tipo de estímulos; somos esponjas, inmaduros, y guardaremos esas memorias hasta que nos muramos". Además, dice Ruiz Vargas, "a partir de los 35 años ya recordamos mucho más nítidamente todo lo que nos ocurrió hasta los quince. Ahí hay una avalancha de recuerdos que son los que, por decirlo con esa metáfora, nos vienen en las postales...".

Ruiz Vargas recuerda una frase de Henry Roth (Llámalo sueño): "La vida es una secuela de la infancia". De otra manera, lo que decía Michael Krüger: "A veces me escribe la infancia / una tarjeta postal: ¿Te acuerdas?" Como las postales que reciben Maragall y tantos, padezcan alzhéimer o no, que viven la memoria gracias a aquel periodo en el que empiezan los recuerdos, y también los recuerdos felices.

Juan Cruz, Somos nuestra infancia, El País, 26/02/2011
http://www.elpais.com/articulo/sociedad/Somos/infancia/elpepisoc/20110226elpepisoc_1/Tes?print=1

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