La carta de Bertrand Russell a Thomas Khun.

Para las personas de mi generación, Bertrand Russell (1872-1970) fue un mito; un hombre admirado tanto por sus contribuciones al pensamiento como por los compromisos sociales que asumió durante su larga vida. Yo leí con entusiasmo algunos libros suyos: por ejemplo, los que dedicó a los fundamentos de geometría y a los principios de la matemática, su magnífica historia de la filosofía occidental y Por qué no soy un cristiano. Muchos años después, cuando tuve la oportunidad, compré una buena edición de su gran obra, los tres volúmenes que compuso con Alfred North Withehead, Principia Mathematica (1910, 1912, 1913), cuyo objetivo -finalmente frustrado- era reducir toda la matemática a los principios de la lógica. A pesar de que no soy capaz de comprender la mayor parte de esta exigente obra, hoy ocupa un lugar preferente en mi biblioteca, en la que también se encuentran los tres tomos de la edición inglesa de su autobiografía (1967, 1968, 1969). Recuerdo que compré el primer volumen en 1968 y todavía hoy me conmueve su comienzo: "Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación".

Sin duda por la admiración que sentía por él, fue tan grande el desengaño que experimenté cuando un día de 1979, mientras trabajaba en la biblioteca de la American Philosophical Library de Filadelfia, me encontré con una carta en la que Russell contestaba a unas preguntas relacionadas con la historia de la física cuántica que, creo, Thomas Kuhn le había formulado en una misiva anterior. Las respuestas no eran demasiado interesantes (Russell poco tenía que decir sobre el tema), pero la sorpresa llegaba al final, en una posdata, cuando lord Russell, el aristócrata que, huérfano temprano, tuvo como hogar la casa de su abuelo, antiguo primer ministro británico, advertía a su corresponsal que en el futuro no olvidase dirigirse a él con los títulos nobiliarios que le correspondían y que Russell detallaba.

Hoy, cuando releo su autobiografía -una nueva edición de la traducción al español (los tres tomos reunidos ahora en uno solo), que lamentablemente llevaba bastantes años agotada-, advierto con claridad ese sentimiento de clase que en 1979 tanto me chocó: Russell fue un aristócrata toda su vida, y se sintió como tal siempre. Pero ya no me importa demasiado. He tenido suficientes oportunidades de constatar las ambigüedades y contradicciones en las que nos movemos los humanos, pero aun así admiro, más intensamente que antes, a los que se esfuerzan por ser mejores y solidarios, aunque en el camino se dejen, como Russell en su carta a Kuhn, escamas de miseria, de estúpido orgullo de clase.

Eso sí, ya no veo el conjunto de su obra igual que antes. En su autobiografía, escribió que muy pronto había decidido que "escribiría dos clases de libros: unos abstractos, que con el tiempo se volverían concretos, y otros concretos que poco a poco tenderían a lo abstracto". Y que, salvo una síntesis final, que también planeó, "había cumplido su propósito", recibido elogios e "influido en la forma de pensar de muchos hombres y mujeres". Ciertamente que influyó, pero una buena parte de los libros que escribió después de Principia Mathematica ahora me parecen poco más que textos de divulgación, interesantes pero acaso prescindibles en un hombre de su talento. También veo su autobiografía bajo luces a las que no era tan sensible antes. Sé que el excesivo número de cartas que aparecen en apéndices a los capítulos, y que lastran a menudo la narrativa, se deben al deseo de que la obra -que inicialmente Russell planeó para que se publicara póstumamente- apareciese en tres volúmenes... para así ganar más dinero: en aquella época, aun siendo nonagenario, estaba implicado con varios comités y fundaciones que le costaban mucho dinero.
Y sin embargo, a pesar de los muchos peros que se puedan poner a aquel descomunal inglés, su Autobiografía continúa apasionándome. A lo largo de sus páginas aparecen personajes y asuntos que las nuevas generaciones, esas para las que Bertrand Russell no es, en modo alguno, un mito, harán bien en conocer. Personajes y asuntos como, entre muchos otros, Frege, Keynes, Conrad, Santayana, Wittgenstein, Einstein, el elitista mundo de la Universidad de Cambridge, la Primera Guerra Mundial (en la que fue encarcelado por pacifista), Norteamérica, la Unión Soviética y el comunismo o la guerra de Vietnam. Nunca está de más, por otra parte, leer pasajes que nos ayudan a mirar el futuro con más esperanza, como los que prácticamente cierran esta obra: "Puede que haya concebido equivocadamente la verdad teórica, pero no me equivoqué en pensar que existe tal verdad y que merece nuestra lealtad. Puede que haya creído que el camino hacia un mundo de hombres libres y felices era más corto de lo que se está revelando, pero no me equivoqué al pensar que ese mundo es posible, y que merece la pena vivir con miras a volverlo realidad".

José Manuel Sánchez Ron, Los caminos de Russell, Babelia. El País, 26/02/2011

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