La cultura de la impunitat.

Una empresa eléctrica pretende que sus usuarios paguen el cambio de unos contadores que ella misma ha decidido sustituir y por los que además cobra un alquiler mensual. Los bancos pretenden quedarse con el piso sobre el que concedieron una hipoteca arriesgada, pero que eso no impida que su desdichado propietario pueda ser perseguido sine díe hasta que pague el crédito incumplido. Las compañías telefónicas (sin excepción) acceden repentinamente a bajar sustancialmente la desproporcionada tarifa que están cobrando a su incauto cliente cuando este espabila y amenaza con cambiar de proveedor. Una de las peores consecuencias de la actual crisis mundial es la impresión, cada día más extendida, por lo menos en Occidente, de que determinados abusos de poder cometidos por grandes corporaciones nunca serán castigados porque los Gobiernos democráticos, que, en teoría, han recibido ese poder de manos de los ciudadanos, aceptan crecientemente que esa responsabilidad se diluya en un mundo gaseoso, sin nombres ni apellidos, inaprensible.

Seguramente la cultura de la impunidad referida a países con regímenes totalitarios o dictatoriales ha disminuido de manera notable en las últimas décadas. Ahí está, por ejemplo, la Corte Penal Internacional (CPI), creada en 1998, que permite juzgar a grandes criminales de guerra, como Slobodan Milosevic o Charles Taylor, o el extraordinario intento de procesamiento del general Augusto Pinochet por parte del juez español Baltasar Garzón, nunca suficientemente valorado y agradecido.

La mejora en ese campo ha sido sustancial, aunque convenga resaltar que en las últimas semanas la propia CPI está siendo objeto de un serio ataque, porque Estados Unidos y Francia consideran la posibilidad de paralizar el caso abierto contra el presidente de Sudán, Omar al Bashir, y contra seis importantes funcionarios de Kenia, notables carniceros todos ellos, acusados de crímenes contra la humanidad. Una operación que puede tener penosas implicaciones respecto a un paulatino recorte futuro de las funciones de la Corte Penal.

Pero al margen de la CPI y de los casos más extremos que ella juzga, parte de la ciudadanía occidental percibe un incremento de esa misma cultura de la impunidad en sus propias sociedades, que además parecen sentirse cada día más fatalistas al respecto. Probablemente no hay palabra que defina mejor la decadencia de una sociedad democrática, basada necesariamente en el imperio de la ley, que la impunidad, incluso cuando no se refiere a grandes crímenes, sino a pequeñas corruptelas protagonizadas por grandes corporaciones, deshonestidades perversas, cotidianas, insidiosas, que amargan el carácter y desquician a los frustrados ciudadanos.

Peor que las corruptelas, peor incluso que el propio abuso, es la sensación de que los poderes que los protagonizan están fuera del alcance de cualquier castigo. No es una novedad en la historia, pero, probablemente, nuestros padres y abuelos creyeron, y sintieron, que, poco a poco, esas corruptelas y mañas acabarían por ser controladas y perseguidas por la ley. Nosotros, los hijos y nietos, estamos seguros de lo contrario. Creemos, como decía hace unos pocos años el gobernador del Banco de Inglaterra, que nunca un número más pequeño de individuos ha hecho tanto daño a un número más grande de personas. Que nunca las corruptelas y amaños "de cuello blanco" habían alcanzado a un número tan elevado de damnificados, quizá porque nunca ha habido un mayor número de consumidores, expuestos a esas sucias prácticas. Y sobre todo creemos que, de acuerdo con una ley que se llama de Fahnstock, estamos en un momento en el que todo tema que merezca la pena debatir, merece la pena evitarlo por completo. ¿Alguien duda de que el peor efecto de Wikileaks no ha sido provocado por las filtraciones, sino por la apatía y dejadez con las que se ha contemplado lo que no era, no debía ser, un espectáculo, sino una denuncia?

Soledad Gallego-Díaz, La ley de Fahnstock, Domingo. El País, 13/02/2011

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