Sísif i la crisi de la democràcia actual.

No teman. No voy a hacer un llamamiento a la revolución. En lo que a Europa se refiere, la revolución se produjo por última vez en el siglo XX, y por cierto en plural, con los resultados conocidos, entre los que estuvieron contrarrevoluciones y genocidios. Se trata más bien, desde el interior de toda la sociedad, de formular, como entre tanto hacen muchos ciudadanos, preguntas reivindicativas: ¿es asumible aún un sistema capitalista que se prescribe forzosamente a la democracia, en el que la economía financiera se ha separado en gran parte de la economía real, aunque la amenace una y otra vez con crisis de fabricación doméstica? ¿Deben seguir siendo válidos para nosotros artículos de fe como mercado, consumo y beneficio, sustitutivos de la religión?

Para mí, en cualquier caso, es evidente que el sistema capitalista, fomentado por el neoliberalismo y sin alternativa, tal como se nos presenta, ha degenerado en una maquinaria de destrucción del capital y, lejos de la economía social de mercado en otro tiempo exitosa, solo se complace en sí mismo; es un Moloc, asocial y no refrenado eficazmente por ninguna ley.

Por eso se plantea la pregunta: la forma de Estado que hemos elegido, es decir, la democracia parlamentaria, ¿tiene aún la voluntad y la fuerza necesarias para apartar esa desintegración que la invade? ¿O en lo sucesivo deberá relegarse al terreno de lo optativo cualquier intento de reforma, de someter a control a los bancos y su forma de manejar el capital -es decir, de obligarlos a trabajar para el bien común- con la frase hasta ahora habitual "eso, en el mejor de los casos, solo puede resolverse globalmente"?

Una cosa me parece segura: si las democracias occidentales demuestran ser incapaces de hacer frente con reformas fundamentales a los peligros reales inminentes y a los previsibles, no podrán soportar lo que en los próximos años resultará ineludible: crisis que empollarán otras crisis, el aumento irrefrenable de la población mundial, los flujos de refugiados desencadendos por la falta de agua, el hambre y el empobrecimiento, y el cambio climático fabricado por el hombre. Sin embargo, una desintegración del orden democrático haría surgir -de lo que hay suficientes ejemplos- un vacío que podrían ocupar fuerzas cuya descripción rebasa nuestra imaginación, por mucho que seamos gatos escaldados y estemos marcados por las consecuencias todavía visibles del fascismo y el estalinismo.

¿Exagero? Si lo hago, no lo suficiente. Con ayuda de solo algunos ejemplos había que hacer visibles los puntos ciegos. Que no faltan. Además habría que quejarse del poder de los consorcios en el ámbito de la prensa, de las inefables tertulias de la televisión pública y del oportunismo hoy socialmente aceptable, tal como se difunde a diario con la tinta fresca. Sin embargo, de eso ustedes, a quienes se recomienda más o menos insistentemente una "información equilibrada", como suavizante, pueden hablar con más precisión.

Más bien parece apropiado citar otra vez al santo patrón de esta conferencia. Cuando yo era joven, y durante los primeros años de la posguerra trataba de orientarme en un entorno destruido por el desvarío ideológico, se me presentó la variedad francesa del existencialismo. Estaba casi de moda dárselas de existencialista y vestirse de oscuro. Y especialmente era la disputa entre Sartre y Camus la que salpicaba por encima de la frontera, llegando a los talleres de la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, en la que yo aprendía mi primera profesión de escultor, y donde provocaba debates que, naturalmente, eran muy enconados. La ignorancia no impedía apasionarse y vociferar. Solo más tarde me decidí por Camus. Me impresionó su visión del hombre rebelde, es decir, su defensa de la oposición permanente. Cuando más o menos a mediados de los cincuenta apareció El mito de Sísifo en traducción alemana, fueron sus frases las que me mostraron el camino. Por ejemplo, la definición de felicidad: "Hace del destino un asunto del hombre, que debe ser resuelto por los hombres". A la que se añade la hermosa certeza: "Las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas".

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