Economia global contra la política.



Entre los años 1978-1979 Gran Bretaña vivió el invierno del descontento. El paro había subido a la entonces astronómica y desconocida cifra de 1,6 millones de personas. El laborista James Callaghan, sucesor del mítico Harold Wilson, no supo medir la magnitud de lo que se venía encima y la prensa se burló de él titulando ¿Crisis, qué crisis? una de sus declaraciones en la que quitaba importancia a las dificultades de la gente. Los sindicatos convocaron una serie de huelgas que finalizaron con la convocatoria de elecciones generales que ganó una conservadora radical como Margaret Thatcher, bajo el principio del rigor económico y dirigentes fuertes, seguros de sí mismos.

Si hacemos una analogía con la España del presente, aquí ya se habría producido el cambio político con la victoria arrolladora del Partido Popular (PP) el pasado mes de noviembre. Cuando los ciudadanos españoles conocieron el pasado viernes, aterrados, las catastróficas cifras de desempleo que deja como herencia la Administración socialista, miraron a su Gobierno para que les diera una cierta esperanza, algo de sosiego, para conocer tal vez un plan de choque extraordinario contra la tasa de paro insoportable, pero solo se encontraron con una respuesta automática de la vicepresidenta (el presidente no consideró oportuno comparecer en ese momento ante cifras tan dramáticas y generadoras de alarma social): las reformas son la respuesta.

Pero algunas de esas reformas van en la dirección contraria a crear puestos de trabajo a corto plazo. Es más, los destruirán masiva y rápidamente, como muestra lo ocurrido en los últimos meses en las Administraciones públicas. A largo plazo todos muertos, decía Keynes. ¿Por qué se toman esas medidas, esas reformas, si adquieren el rumbo opuesto al sentido común y desgastarán políticamente a quien las protagonice? Porque son una exigencia de Bruselas, el FMI, el Banco Central Europeo, y un compromiso de nuestros gobernantes con esas instituciones.

Ello plantea, de nuevo, el tradicional equilibrio entre democracia y mercados, o entre democracia y capitalismo, como se conocía hasta ahora. En 2012 se cumplen 70 años de la publicación de un libro seminal para la teoría política y la teoría económica: Capitalismo, socialismo y democracia, del austriaco Joseph Schumpeter, uno de los economistas más influyentes de la anterior centuria. El texto contiene básicamente tres ideas fuerza: si podrá sobrevivir el capitalismo, si habrá de funcionar su antagonista, el socialismo, y cómo serán las relaciones entre el capitalismo y la democracia, que es la que aquí nos interesa. Desde que se asentó la globalización se han medido dos tesis antagónicas: la mayoritaria, que plantea la complementariedad entre ambos conceptos, que se reforzarían mutuamente, y otra, hasta hace poco muy minoritaria, que opinaba que la extensión de la esfera del mercado conllevaba una limitación de la democracia. El aumento de las dificultades económicas, el hecho de que en ningún otro momento de la historia contemporánea excepto en la Gran Depresión, hayan sido tan grandes las disfunciones de la economía en términos de desempleo, exclusión, desigualdad, extensión de la pobreza en el seno de las sociedades ricas, dificultades en la lucha contra el cambio climático, etcétera, no puede dejar indiferentes a los demócratas.

Este dúo, democracia y mercado, ha entrado en dificultades mayores con la Gran Recesión. La economía y la política se confrontan en una tensión entre dos principios, el individualismo y la desigualdad por una parte, y el espacio público y la tendencia a la igualdad por la otra, lo que obliga a la búsqueda permanente de un compromiso entre ellos. Aunque la jerarquía de valores exija que en última instancia el principio económico esté subordinado a la democracia, y no al revés. Esto es lo que se ha desequilibrado en las últimas décadas y lo que explica que se haya producido un "retroceso pacífico" de la democracia a favor de los mercados, en palabras del economista francés Jean-Paul Fitoussi (La democracia y el mercado, Paidós).

La democracia, al impedir la exclusión de los ciudadanos por parte del mercado, aumentaba la legitimidad del sistema económico, mientras que el mercado, al paliar la influencia de lo público sobre la vida de la gente, permitía una mayor adhesión a la democracia. Cada uno de los principios que regía las esferas política y económica encontraba su limitación en el otro. ¿Desde cuándo ello no es así? La gente expresa mayoritariamente su opinión, en cualquier encuesta, de que ya no son la política y el derecho sino los mercados quienes gobiernan la sociedad. Las sensaciones de incertidumbre, inseguridad y miedo prevalecen en los interrogados. La autonomía de la economía y las coerciones que la misma impone a las decisiones políticas reducen el campo de la seguridad colectiva que representa la democracia.

Se habla de "impotencia de la política" ya que los cambios (recortes) en el Estado de bienestar, en los sistemas de protección, en las políticas sociales, no proceden de las decisiones tomadas por los representantes del pueblo sino de la coerción exógena que se impone a la democracia. Fitoussi ha hecho pública una alegoría en la que los ganadores de la globalización y de la crisis dicen a los perdedores de las mismas: "Lamentamos sinceramente el destino que habéis tenido, pero las leyes de la economía son despiadadas y es preciso que os adaptéis a ellas reduciendo las protecciones que aún tenéis. Si os queréis enriquecer debéis aceptar previamente una mayor precariedad. Este es el contrato social del futuro, el que os hará encontrar el camino del dinamismo". Al tiempo, esos ganadores ya no quieren participar en el sistema de protección social ni, en general, en la financiación de los gastos públicos pagando más impuestos (los del capital son sensiblemente inferiores a los que gravan las rentas del trabajo). Lo que este periodo ofrece, como antaño la belle epoque, es el baile de los perdedores y los ganadores, donde a veces las ganancias de estos últimos son tan grandes que se vuelven imaginarias, más del orden del concepto que de la realidad. ¿Cómo entender que la fortuna de un puñado de privilegiados sobrepase la renta de países poblados por decenas de millones de habitantes?

Esta ruptura del anterior contrato social es lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck denomina "estado de excepción económica", o lo que alguien tan poco sospechoso de izquierdismo como el economista jefe del FMI durante los años de arranque de la Gran Recesión, Simon Johnson, califica como "golpe de Estado silencioso". En los últimos tiempos, uno de los economistas más en forma intelectual, el catedrático de Economía Política de Harvard Dani Rodrik, que ha venido estudiando las relaciones entre la democracia y el futuro de la economía, ha desarrollado (La paradoja de la globalización, Antoni Bosch editor) lo que denomina "el trilema político de la economía mundial", que afirma que las sociedades no pueden disfrutar simultáneamente de mercados completamente integrados internacionalmente (la globalización), un Gobierno democrático (entendido como aquel en el que las decisiones políticas relevantes han de gozar de un apoyo social mayoritario), y que estas decisiones se tomen en el marco de una estructura política nacional (el Estado nación). Y hay que elegir. En el fondo, lo que está en juego es si se permite que una democracia determine sus propias reglas y pueda cometer sus propios errores, y no solo de escoger entre la cola-cola y la pepsi-cola.

La globalización realmente existente está chocando con la democracia por la sencilla razón de que lo que busca no es mejorar el funcionamiento de esta última sino ponérselo fácil a los intereses comerciales y financieros que buscan acceder a los mercados a bajo coste. Por la contradicción generada, el consenso intelectual que era el fundamento del modelo actual de globalización ha empezado a evaporarse. Con cuatro años y medio de profundas dificultades económicas, la seguridad de quienes animaban a la globalización de los mercados y de las finanzas ha desaparecido y ha sido sustituida por dudas, preguntas, un elevado escepticismo y el miedo a que nuestros representantes políticos no puedan arreglar los problemas comunes porque los centros en los que se decide la vida cotidiana de los ciudadanos cada vez están más alejados de los Parlamentos y de los lugares propios de la democracia, tal como la conocemos.

Joaquín Estefanía, El invierno del miedo, El País, 31/01/2012

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