No n´hi ha prou amb indignar-se.


Decía Adam Smith que la admiración acrítica de la riqueza es “la causa más grande y más universal de corrupción de nuestros sentimientos morales”. Y John Stuart Mill remachaba: “La idea de una sociedad sostenida solo por las relaciones y sentimientos surgidos del interés económico es básicamente repulsiva”. Ahora que está tan de moda tomar la gran tradición liberal en vano para hacerla cómplice de un neoliberalismo que nada tiene que ver con ella, he querido acudir a estos dos clásicos para defender la necesidad de la reflexión moral ante el descalabro que la crisis y las medidas anticrisis están provocando en las sociedades europeas. Por mucho que se niegue, la crisis europea ya no es sólo económica, es profundamente moral, cultural y política.

Días atrás, me choqué con un grafiti que decía así: “Indignarse no es suficiente”. Y vi una foto de una pancarta de una manifestación en la que estaba escrito: “Indiferencia igual a arma de destrucción masiva”. La insuficiencia que el grafitero constata es la dificultad de encontrar transformación política a la indignación ciudadana. La indiferencia expresa la crisis cultural; la indignación, los arrebatos morales de una sociedad desconcertada y asustada. La primera no va a ninguna parte, la segunda no sabe adónde ir. La indiferencia es letal porque equivale a la aceptación de la fatalidad: “Es lo que hay”. Terrible expresión de claudicación e impotencia que últimamente se oye demasiado. La indignación, por lo menos, tiene la virtud de recordar que seguimos vivos. Y ambas nos recuerdan que sin alternativas políticas reales y sin un sentido que la anime, la democracia está herida. Entre la indignación y la indiferencia, ¿qué vemos? Una política perdida en el marasmo de los intereses económicos, incapaz de dotar de sentido a unas políticas que se ejecutan por imperativo superior. Y lo más preocupante es que entre estos ejecutores algunos parecen disputar una insultante carrera: quién consigue más recortes y menos irritación social. La sádica actuación de la policía en Valencia contra los estudiantes expresa la voluntad de segar de raíz cualquier esbozo de conflicto social. Y sin conflicto no hay sociedad libre.


La indiferencia sirve de argumento a los gobernantes para decir que la mayoría de los ciudadanos apoya sus políticas. A los gobernantes siempre les ha gustado dejarse engañar por lo que quieren creer en cada momento. Frente a una indignación que no se concreta y frente al silencio ensordecedor de la indiferencia, la política institucional cada vez está más desconectada de la sociedad y más conectada con unas élites cerradas que solo se escuchan a sí mismas. Y así se va avanzando por la senda que marca la economía, que es la palabra mítica que sirve de eufemismo de las relaciones de fuerza reales. ¿Quién es esta economía que todos tenemos que obedecer? Un ente compuesto, formado por los que tienen poder económico y lo usan para influir en beneficio de sus intereses; un sinfín de expertos rendidos al dinero, que en esta crisis han puesto en evidencia a los más famosos departamentos universitarios y escuelas de negocios; unos tecnócratas con viaje de idea y vuelta entre el capital y la política, y unos conversos que creen que solo de pan vive el hombre. En este contexto, ¿dónde está la discusión sobre la sociedad que queremos?

No hay sociedad, solo problemas económicos. Hay que cuadrar los números, dicen, cuando de lo que se trata es de cuadrar a las personas. Los debates políticos se desdibujan. Y van apareciendo nuevas formas de impostura ideológica: primero fue el discurso de los excesos: hay que pagar la fiesta; después el anhelo virtuoso de austeridad; ahora está apareciendo el populismo, en una fórmula nueva: tomar a los parados como coartada para forzar la caída de salarios. Además de oportunista, es bastante inmoral.

Pero para completar la tarea, para aprovechar la crisis para hacer un traje jurídico nuevo al capitalismo que consagre legalmente los privilegios de los que más tienen, es necesario decretar la suspensión de la política por imperativo económico, porque para determinados proyectos la cuestión del sentido —¿qué país queremos?— es un estorbo. Y la gran mayoría de la izquierda calla y otorga. Así se prometen dinero y privilegios a un señor de Las Vegas que viene con el cuento de la lechera para trasladar aquí una franquicia de las excrecencias del peor capitalismo. Ahora que el modelo valenciano está en quiebra económica y moral, ¿nuestro soberanismo particular va a hacerlo suyo? Nadie protesta, salvo un cachito de PSC y la irredenta Iniciativa.

Josep Ramoneda, La suspensión de la política, El País, 27/02/2012

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