El Titanic i els plans d'evacuació.


El lector se tranquilizará al pensar, con razón, que una desconexión cerebral como la de Phineas Gage no tiene por qué ocurrir en circunstancias normales. Lo que quizá no tenga tan claro es que esa misma desconexión puede también producirse sin que haya ruptura traumática de las fibras nerviosas, es decir, de un modo exclusivamente funcional, especialmente en situaciones intensas o extremas, como la que tuvo lugar en la noche del 14 de abril de 1912, cuando el transatlántico Titanic colisionó con un bloque de hielo y se hundió. Aunque no pudo evitarse la muerte de 1.517 personas, la trágica situación y el salvamento acontecieron con cierta racionalidad y con respeto a las normas sociales impuestas por el sentido común y las autoridades del buque. La tensión no siempre llegó a extremos y, en buena medida y con algunas excepciones, la tripulación y los pasajeros se organizaron para poner a salvo primero a los más débiles, niños, mujeres, ancianos y enfermos, y después a los hombres jóvenes y adultos sanos, respetando incluso el estatus o clase social de los mismos. Aunque menos conocido que el Titanic, entre otras cosas por la falta de referencia cinematográfica relevante, tres años más tarde, el 7 de mayo de 1915, naufragó y se hundió otro transatlántico, el Lusitania, esta vez como consecuencia de la I Guerra Mundial, al ser torpedeado por un submarino alemán. Con el Lusitania perecieron 1.198 personas, pero esta vez el salvamento careció de racionalidad, pues los pasajeros de toda condición y categoría se precipitaron egoístamente a los botes salvavidas y solo los más fuertes o afortunados consiguieron sobrevivir. Sálvese quien pueda fue la norma imperante.

¿Por qué fue tan diferente el comportamiento de los pasajeros de uno y otro barco? Un minucioso trabajo de investigadores suizos y australianos publicado en la revista norteamericana Proceeding of the National Academy of Sciences (16 de marzo de 2010) nos permite indagar en las causas. ¿Acaso los pasajeros del Titanic pertenecían a un colectivo humano con más educación, sentido común o racionalidad que los del Lusitania? No parece que esa sea la respuesta adecuada, pues como demuestra el mencionado trabajo, ambos grupos humanos tenían un origen económico y una composición demográfica similares. Salvo en su velocidad de navegación, en que el Lusitania era superior, los dos barcos eran también técnicamente similares, por lo que la diferencia tampoco resulta atribuible a las posibilidades materiales del salvamento. De hecho, el número de botes salvavidas y la tasa de supervivencia (del 30%, aproximadamente) fueron similares en ambos barcos.


Sin negar que el ambiente de guerra del momento o el conocimiento del naufragio previo del Titanic pudieran también haber influido en el comportamiento del pasaje del Lusitania, la mejor explicación para ese comportamiento la encuentran los mencionados investigadores en la diferente duración de ambos naufragios. El Titanic se hundió lentamente, en 2 horas y 45 minutos. El Lusitania se hundió en tan solo 18 minutos. En el Titanic hubo tiempo para que las normas sociales se impusieran al miedo, es decir, para que la razón se impusiera a la emoción. La tasa de supervivencia en el Titanic fue mayor en los pasajeros de primera que en los de otras clases, pero no fue así en el Lusitania, donde los de primera tuvieron incluso peor destino que los de tercera clase o incluso los que viajaban en la bodega. En el Lusitania la premura de tiempo hizo que el miedo y el instinto de supervivencia se impusieran al sentido común y a las normas sociales, es decir, allí la emoción se impuso a la razón. Predominó el comportamiento egoísta, sin que nada ni nadie pudiera evitarlo.

Los ejemplos que acabamos de analizar son buena prueba de que cuando los cerebros emocional y racional quedan desconectados, anatómicamente como en el caso de Phineas Gage o funcionalmente como en el caso del Lusitania, predomina y se impone lo evolutivamente antiguo, lo más primitivo. Los instintos y la emoción dirigen entonces el comportamiento. La razón, casi ni aparece, pues uno de sus inconvenientes es que necesita tiempo para imponerse y las circunstancias extremas no suelen otorgarlo. Aunque con mucha menos gravedad que en los casos anteriormente explicados, la desconexión funcional entre emoción y razón ocurre también con frecuencia y transitoriamente en la vida cotidiana. Son esas situaciones en que, desbordados por las circunstancias o alterados por el estrés, perdemos los nervios o reaccionamos a golpe de sentimiento ante la menor insinuación. Es cuando la emoción, siempre más rápida que la razón, nos hace comportarnos de modos que después resultan inconvenientes y de los que más tarde tenemos que arrepentirnos.

Es por ello por lo que, volviendo a una de nuestras cuestiones iniciales, quizá hemos de pensar que muchos de los vaivenes que sufren actualmente los indicadores económicos son más fruto de reacciones emocionales prematuras que de razonamientos reposados que se hayan tomado su tiempo. Los propios vaivenes de esos indicadores quizá sean la mejor prueba de ello. Digamos, por último, que no hay que recurrir a la neurociencia para saber que las emociones negativas e indeseables solo desaparecen cuando se imponen a ellas otras emociones positivas y más poderosas. El trabajo de la razón, no siempre fácil y siempre más lento, consiste precisamente en hacer aflorar estas últimas. En eso se basa, en buena medida, la llamada inteligencia emocional.

Ignacio Morgado Bernal, Cuando el barco se hunde, sangre fría, El País, 13/04/2012
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/04/13/vidayartes/1334339874_898878.html

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