Relativisme i democràcia.


No puede ser casual que el triunfo del denostado relativismo en Occidente coincida cronológicamente con la entronización social de la paz como bien supremo y con la consolidación contemporánea de la democracia. A los integrismos —partidarios de las verdades últimas y necesarias— subyace siempre alguna forma de elitismo autoritario. Las democracias, en cambio, se edifican sobre el suelo firme de las verdades penúltimas y contingentes, y su éxito consiste en equilibrar el carácter incondicional de la dignidad de los individuos con la pluralidad de sus intereses, los cuales, al ser muchos y diversos, mutuamente se relativizan. Suele argüirse que el relativismo conduce a un nihilismo del todo vale, pero esto no es cierto. Que todo lo humano sea histórico y provisional no implica que la moralidad se diluya en una multiplicidad infinita de posibilidades de igual valor y mérito. Al contrario, la historia muestra que en el curso de milenios el hombre ha sido capaz de alumbrar un número escaso y manejable de ideales morales y es el relativismo precisamente el que permite comparar a posteriori entre esas diferentes opciones en pugna y, a la vista de tal confrontación, acordar entre todos qué es lo bueno, lo noble y lo justo para nosotros. Solo si concedemos a las ideas un peso relativo nos está permitido discutir sobre ellas, juzgarlas, revisarlas y, en su caso, rechazarlas, de manera que el relativismo es la condición de posibilidad de una conciencia crítica, prerrequisito a su vez de la deseable emancipación ciudadana.

Javier Gomá Lanzón, El relativismo es bello, Babelia. El País, 07/07/2012

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