Laicitat i immanència.


El principal resultado de la separación Iglesia-Estado, desde comienzos del siglo XX, ha sido la privatización de la creencia y una distanciación o, mejor dicho, una gran indiferencia hacia los aparatos religiosos. Sin embargo, es un error, tal como lo pretende el Vaticano, culpar a la laicidad por esa ruptura de filiación espiritual de los creyentes. Ser laico no significa ser ateo, sino solo rechazar la mezcla de la religión con la identidad cívica. Es más bien el proceso universal de secularización, llevado a cabo por la civilización global moderna, lo que puede explicar esa evolución. El “mundo vivido” actual se basa en la inmanencia, es decir, en los ímpetus individuales más que en la trascendencia y eso porque, entre otras cosas, la lucha por la vida no encuentra un apoyo práctico, eficiente, en la fuerza divina. Nada nuevo, pues tanto la reforma protestante en el siglo XVII como la Ilustración en el siglo XVIII tomaron nota de este proceso, haciendo de la salvación terrenal un asunto humano independiente de la voluntad divina. De ahí la sustitución progresiva por la religión de la moral como ideología práctica de los creyentes, una moral civil, secularizada. Lo que pasa en los países musulmanes no contradice esta constatación, solo que la reacción en contra de este proceso se hace desde la religión misma.

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