L'Enciclopèdia, la celebració de la raó.


La Enciclopedia de Diderot y D’Alembert no fue la mayor, ni la primera, pero se convirtió en el acontecimiento más significativo de la ilustración porque superó la persecución a la que la sometieron la iglesia y la monarquía. Para Philipp Blom (Encyclopèdie. El triunfo de la zazón en tiempos irracionales) constituye la esencia del pensamiento ilustrado porque su planificación materializaba la apuesta por un criterio racional como mecanismo ordenador: la elección del orden alfabético democratizaba las formas de conocimiento, pero debió suponer unas abrumadoras tareas de coordinación, puesto que debían decidirse previamente qué entradas se incluirían desde la primera a la última. La complicación es obvia, porque -en tanto se quería ser exhaustivo con los procesos manufactureros, “desde el hilado de la seda a la construcción naval, desde la construcción de puentes a la fabricación de alfileres”- previamente se debía buscar el nombre de todas las herramientas de los trabajadores, visitar docenas de talleres, observar cómo trabajaban sus artesanos, tomar notas, hacerles preguntas, dibujar las fases de su trabajo... La guinda de la complicación a tan difícil planificación de la secuencia era buscar a los colaboradores, entrevistarse con ellos y hacer verdaderos malabarismos con sus competencias y vanidades.

Vista así, la Enciclopedia era una sofisticada celebración de la razón como mecanismo ordenador, pero también una apuesta pragmática por el conocimiento técnico. Se quería que figuraran todas las herramientas del trabajador, pero pocos reyes y santos. Tal alabanza a la economía productiva y a las ocupaciones profesiones de la burguesía queda especialmente patente en los volúmenes dedicados a las ilustraciones, cuyo primer volumen apareció en 1762. Dice Blom que en aquellas láminas se describe un mundo de particular belleza, que será barrido por la modernización: la elegante idealización de los talleres bien aireados y muy luminosos, con los trabajadores de aspecto saludable dedicados alegremente a sus tareas, daba una imagen de ellos que distaba de los sucios y exiguos espacios, y las peligrosas condiciones en que trabajaban en la vida real. Las salas de las prensas tenían fama de ruidosas, malolientes y sucias. La tinta negra y sus constituyentes, hollín y aceite de linaza, se pegaban a las manos, los cabellos y las ropas; el penetrante olor del aceite y el de la orina empleada para lavar cada noche las almohadillas ennegrecedoras, se mezclaban con el del sudor de los trabajadores que manejaban las pesadas prensas, cuyo ruido ensordecedor, áspero e hiriente, era causa de constantes quejas a las autoridades y cuyo enorme peso daba a veces lugar a accidentes que provocaban terribles heridas a los trabajadores que las accionaban. Y sin embargo, las láminas correspondientes a las tareas de encuadernación descuidan esa realidad y -contra el desprecio por los oficios mostrado por la nobleza- restituía a sus practicantes como personas ingeniosas y diligentes, consagradas a la ciencia aplicada. Una imprenta caótica y sucia no hubiera servido para dar esta imagen. La actividad física especializada debía ser bella, organizada, limpia y tan admirable como pudiera serlo cualquier otra actividad humana. 


Podríamos intuir que había cierta velada crítica a la nobleza ociosa, improductiva, parasitaria, en esa celebración de la burguesía productiva. Pero lo cierto es que no podemos encontrar apología revolucionaria en los artículos de la Enciclopedia. Hay, eso sí, pasajes abiertos a interpretaciones. En el primer volumen, por ejemplo, la voz “abeja”, que corre a cargo del anatomista Pierre Tarin, escribe que “los zánganos son más pequeños que la reina, pero de mayor tamaño que las abejas obreras; tienen una cabeza redondeada y se alimentan sólo de miel, en tanto que las obreras comen cera sin elaborar. A la salida del sol, estas últimas salen para su jornada de trabajo, mientras que los zánganos lo hacen mucho después y se limitan sólo a retozar alrededor de la colmena, sin trabajar. Vuelven a entrar en la colmena antes de que refresque y oscurezca; carecen de aguijones y garras, y tampoco tienen dientes salientes como las obreras... La única utilidad de los zánganos es fecundar a la reina. Y, una vez lo han hecho, las obreras los persiguen y los matan”. No contamos con la certeza de que ese texto pretenda hacer una crítica entre líneas de la sociedad privilegiada, pero todo parece indicar que va más allá de la mera descripción de la naturaleza.

Hubiera una crítica explícita o no del Antiguo Régimen, lo cierto es que la aparición del prospecto provocó en la Francia culta un decidido revuelo de excitación. El cuadro del saber humano que contenía, en el que los campos del saber se representaban como ramas del árbol del conocimiento, fue duramente criticado ya por un tal Padre Bethier en el periódico jesuita Journal de Trévoux. La genealogía arrancaba del entendimiento y se ramificaba en seguida en tres grandes troncos -memoria, razón e imaginación- que seguidamente se ramificaban también en incontables subdivisiones. La razón se subdividía en metafísica y teología, psicología, ciencias del hombre, ciencias de la naturaleza, que a su vez abarcaban las matemáticas y física, y acababan desembocando en otras subdivisiones en la higiene, cosmética, hidráulica; mientras las del hombre se iban subdividiendo hasta alcanzar la retórica, y desde ésta, la heráldica y la pantomima. Era lógico que la iglesia se sintiera incómoda: la teología quedaba relegada a una rama marchita e improductiva, como la adivinación y la magia negra, y no más destacada visualmente que algunas manufacturas. Para los enciclopedistas apenas era una rama de la filosofía, sometida a la razón, no a la fe. Por si fuera poco, ese mapa visual de la “cadena del saber” venía acompañado del “discurso preliminar” en el que D'Alembert afirmaba que todo saber nos había llegado a través de los sentidos, nunca por un alma infundada por Dios. En el primer volumen las referencias veladas a la iglesia serían mucho más provocativas: la voz “Apis” asegura con sorna que “… las mujeres se presentan desnudas ante él… circunstancia que los sacerdotes estaban en mejor posición de apreciar que el propio Dios”.

A finales de 1751, tras la aparición del primer volumen, los libreros asociados contaban ya con el dinero de 2619 suscriptores. Superó la censura porque el censor Malesherbes, miembro de la academia de ciencias parisina, simpatizaba con los ilustrados y -convencido por un informe de que la Enciclopedia contenía “tantos saberes útiles”- les dio libertad. Quien acabaría defendiendo al rey ante el tribunal revolucionario y él mismo guillotinado junto a su hija y su nieta (1794) acababa de obtener su cargo ese mismo año. Su papel fue decisivo en la publicación del volumen, en el que el talento de Diderot parecía omnipresente: de los 4.000 artículos que contiene, 1984 son suyos. Hay también 200 de D'Alembert, y el resto de una docena de autores.

El plantel de colaboradores se fue ampliando: pronto se sumará el chevalier Louis de Jaucourt, que escribirá casi 40.000 artículos (la mitad de las entradas de los 10 últimos volúmenes). Con el tiempo, el trabajo editorial de coordinación se convirtió en rutina y los contenidos mejoraron. Blom cree que el segundo volumen, que se publicó en enero de 1752 y contenía las entradas que van de las “B” hasta “Cezimbra”, era mucho mejor que el primero. Su publicación coincidió con la condena, por parte de la facultad de teología de la universidad de París, de un breve ensayo del abate Martín de Prados sobre el Jerusalén celestial. El autor, que había redactado la voz “certeza” en el segundo volumen, tuvo que huir. Sombras suspicaces se proyectaron sobre el proyecto enciclopedista: los jesuitas trataron de derogar el privilegio real que protegía la publicación sugiriéndole al rey los peligros que suponía la Enciclopedia para su reino. Aunque Malesherbes contraargumentó que no se debía arruinar una empresa que desarrollaba la economía y prestigiaba Francia, finalmente el proyecto fue declarado ilegal. En ese contexto, la protección que -sobre el proyecto enciclopedista- ejerció la sombra de Madamme de Pompadour, resultó providencial.

Quizá influida del espíritu burgués, filojansenista y antijesuita, había sido pintada por Maurice Quentin de la Tour sentada a la mesa llena de libros, leyendo una partitura junto a un globo terráqueo, atributos del saber y objetos todos ellos que habitualmente encontramos en el retrato de un erudito, no en el de una dama. A su espalda hay unos libros alineados en la pared, entre los que puede identificarse el lomo del volumen IV de la Enciclopedia. Parece ser que ella solicitó al círculo de Diderot que continuara la publicación, pero que evitara los temas religiosos: los 2 volúmenes ilegales ya estaban vendidos y los siguientes iban a publicarse tras escrutinio censor. Pero, ¿sería suficiente la protección de la amante del rey para la continuación de la Enciclopedia? En próximas entradas continuaré con el resumen del apasionante ensayo de Philipp Blom...

Ferran Sánchez, Valores enciclopédicos: crítica, razón, técnica, laicismo, El hombre del tiempo (¡Histórico, no metereológico!), 14/10/2012

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