Què fem amb tanta gent?


 
Viene bien, cuando perdemos el rumbo, recurrir a los clásicos, para adquirir una cierta perspectiva que nos permita comprender lo que nos está pasando. Y a estos tiempos de crisis les cuadra especialmente la sentencia terrible recogida por Calderón en La vida es sueño. La que deja sentado que “el delito mayor del hombre es haber nacido”. Porque nacer siempre se ha considerado un hecho delictivo. Llegamos al mundo con el pecado original puesto. Antes, porque habíamos heredado una desobediencia a Dios de nuestros primeros padres, allá, en el Paraíso. Ahora, por una desobediencia flagrante a las leyes de la Economía.

Las necesidades del sistema han dejado obsoleto el mandato bíblico. Lo del Creced y multiplicaos y llenad la tierra se ha convertido en una pesadilla estadística que no sabemos bien cómo afrontar. Hace menos de un año nos dieron la noticia de que somos ya siete mil millones los seres humanos que poblamos el planeta. Y recuerdo bien que el dato se acogió más con agobio que con esperanza. Nos han acostumbrado a pensar, que el hecho de nacer –y su consecuencia directa, que es vivir, y vivir cada vez más años- empieza a ser un atentado contra la supervivencia de la especie. Y, al final, llegamos a vernos como un interminable pulular de cucarachas, cada vez más asfixiadas en la defensa de su estrechísimo espacio; una proliferación hasta el infinito de parásitos de una economía a la que nada aportamos y que ya no es capaz de albergar más vida humana en sus entrañas.

El Fondo Monetario Internacional ya nos alerta sobre el hecho de que envejecer es un riesgo financiero y, como tal hay que abordarlo con la seriedad que requiere. Lo afirma en uno de los capítulos del informe que este organismo regido por una mujer de la tercera edad, Christine Lagarde, dio a conocer en abril del pasado año; el que llevaba por título El impacto financiero de la longevidad. En él se nos dice que, si el promedio de vida para 2050 aumentara tres años más de lo que se espera actualmente, “los costes del envejecimiento, que ya son enormes, podrían aumentar un 50%”. Y exponía las soluciones  para ir paliando el problema: aplazar las edades de jubilación y recortar las pensiones del futuro. Trabajar más tiempo y cobrar menos cuando uno se jubila. 

Es la exigencia del momento: hacer frente a las dificultades que impone la crisis, sacrificando derechos sociales en el altar de la deidad económica. Una exigencia que empieza a entrar en conflicto con la obligación de los poderes públicos de mantener a viejos improductivos que tienen la manía de no morirse; algo que empieza a verse como claramente antipático o que, al menos, debería suscitar  una antipatía necesaria para poner en cintura, o mejor en vías de extinción, a quienes emperrándose en subsistir, hacen peligrar la subsistencia de los mercados.

Y esto va en progresión permanente y de manera cada vez más agresiva. Me temo que no estamos muy lejos de volver a campañas, como la del régimen nazi, para exterminar a los enfermos mentales. El mantenimiento de este enfermo hereditario le cuesta al pueblo 60.000 marcos, decía uno de sus carteles de propaganda, que recogía la imagen de un pobre demente en compañía de un trabajador sanitario. Tampoco parece que hayamos dejado demasiado atrás la sátira de Swift, recomendando aliviar, para consuelo del erario público, la tasa de niños pobres irlandeses, transformándolos en carne para el consumo.

Y me temo, además, que no estoy exagerando lo más mínimo. Ya ha habido quien, muy recientemente, se ha tomado la libertad de pedir a los viejos que hagan el favor de morirse de una santa vez para cuadrar las cuentas de la Seguridad Social. No es un cualquiera, porque Taro Aso es viceprimer ministro y ministro de Finanzas de Japón. Cuando leí (en El País del pasado 26 de enero) lo que este sujeto pedía a sus compatriotas, pensé en un primer momento que se trataba de un chiste de mal gusto, magnificado por un titular sensacionalista y desmentido por el contenido de la información. Pero, qué va. Lo que se decía en el titular se correspondía exactamente con lo que Georgina Higueras desgranaba en su crónica.

¿Y qué era lo que en ella se decía? Cosas, como las siguientes: “Durante una reunión de expertos sobre la reforma de la Seguridad Social, Aro declaró que el sistema médico debe cambiar de manera que ‘se mueran pronto’ muchos de los pacientes terminales que ahora utilizan ‘el dinero del Gobierno’ para sus caros tratamientos (…) ‘A esos pacientes –añadió- se les mantiene vivos incluso si desean morirse’, afirmó. El impertinente Aso, que ya en 2008, cuando era primer ministro, habló de la murga que daban los ‘viejos chochos’, ha ‘perfeccionado’ su vocabulario y en la reunión de esta semana se refirió a los enfermos como la ‘gente del tubo’”.

Pero lo peor no está en declaraciones semejantes. Lo peor está en el hecho de que puedan hacerse con la mayor impunidad y sin excesivo escándalo. Lo peor está en que, después de haber dicho lo que ha dicho, el ministro de Finanzas japonés se mantenga en su puesto y nadie le haya hecho dimitir ni se haya producido una contundente reacción social para descabalgarlo del Gobierno; ni se le haya pedido que actúe con coherencia y se suicide en público para dar ejemplo. Que es lo menos que puede exigirse a una persona de 72 años que pide a los de su quinta que se dejen morir para salvar la economía de su país.

Todo lo cual me sugiere varias reflexiones. La primera de ellas, que este japonés tan lenguaraz no hizo otra cosa que decir en voz alta lo que muchos dicen en voz baja o lo piensan sin decirlo. La segunda, que esta arremetida del poder contra los abuelos cuenta seguramente con una buena comprensión social, a juzgar por las tibias reacciones que ha suscitado. Y la tercera, y como conclusión, que la operación exterminio contra los viejos del planeta (una especie de Plan Renove de la población mundial para achatarrar modelos humanos ya obsoletos para el futuro de la economía) se ha empezado a poner en marcha y ocupa ya su hueco en las agendas políticas de los Gobiernos.

Si lo que el político japonés pretendía era lanzar un globo sonda sobre las tragaderas de la gente para acoger indignidades de tal calibre, seguramente se habrá visto animado para seguir con sus planes y hacer posible que el ejemplo cunda y se extienda a escala internacional. Al menos en esos países donde el Estado de bienestar aún dice algo. Sobran demasiados viejos improductivos y hay que sacarlos del sistema. Sin grandes traumas ni con medidas especialmente llamativas. Porque tampoco se trata, al menos en un primer momento, de pasarlos por las cámaras de gas. Basta simplemente con retirarles los caros tratamientos de que disfrutan para que se vayan muriendo mansamente, sin suscitar mayores escándalos. Objetivo en el, por cierto, las derechas que gobiernan en España y sus Comunidades Autónomas, se están aplicando con una pasión digna de mejor causa.

Y de nada vale protestar poniéndonos en plan virtuoso, porque actuaremos contra la lógica de un sistema que ha hecho sus números y tiene las cosas muy claras. Y entre las que tiene más claras, está la de saber que ni hay ni puede haber recursos públicos destinados a mantener realidades improductivas. Y si hay algo que se distingue por su falta de productividad, eso es precisamente un viejo, cuya única contribución al interés general en el tramo vital en que se encuentra es la de terminar de vivir y no crear esos problemas engorrosos que suelen crear los vivos. Sobre todo, esos vivos empeñados en seguir viviendo de manera muy poco razonable, sin  contar con los recursos que son necesarios para subsistir. Tantos vivos que molestan y que algún día, cuando el sistema haya depurado el censo de abuelos sobrantes, habrá que depurar también.

Porque, nos pongamos como nos pongamos, a la Economía actual le sobra gente. Le sobra mucha gente. Y en algún momento tendrá que plantearse una reflexión en serio sobre la viabilidad económica del ser humano. Lo cual quizá le lleve también a preguntarse sobre el número de hombres y de mujeres que hay que producir para que el sistema de libre mercado se mantenga en pie; y también sobre cómo nos desprendemos de todo aquello que no tiene otro destino que el de estar mano sobre mano. Con toda seguridad, esa reflexión se está planteando ya por parte de los poderes económicos, para irla llevando a la práctica sin prisas, pero sin pausas.

Podría parecer ésta una visión excesivamente cínica de la realidad. Creo que no. Creo que se ajusta muy bien a lo que está ocurriendo, al menos si nos atenemos a una determinada perspectiva, que es la que ahora se impone con toda la fuerza ideológica que desprende el poder del dinero. Puede haber otras, mucho más constructivas y salvadoras. Por ejemplo, la que parte de estas reflexiones del periodista polaco, Ryszard Kapuscinski: “Para mí la pregunta más importante del siglo XXI es ésta: ¿qué hacer con la gente? No cómo alimentarla o cómo construirle escuelas, sino ¿qué hacer con ella? Sobre todo, cómo proporcionarle una ocupación (…) En el mundo de hoy existe un gran superávit de energía humana, que no se pone en marcha, no se aprovecha. Por añadidura, el veloz progreso de la técnica no para de aumentar estas reservas de energía inútil. Hay cada vez más personas inactivas, actores para los cuales no hay papel ni lugar en el escenario donde se representa la obra del mundo”.

Subrayo: un gran superávit de energía humana que no se aprovecha. Es un enfoque atractivo que comparto: el de considerar el ser humano como fuente de oportunidades, y no como amenaza al bienestar de los demás. ¿A qué esperamos para empezar a aprovechar, incluso en términos económicos, toda esta energía desaprovechada? Porque, a lo mejor, queda todavía alguna salida para la economía de la bondad. O, al menos, para ir introduciendo las dosis necesarias de bondad que necesita la vida económica, para que no conduzca a un suicidio colectivo.

Javier Arteta, El delito de nacer, fronteraD, 25/02/2013


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