"El món en el que pensem no és el món en el que vivim" (Bachelard).

Gaston Bachelard
El mundo en el que pensamos no es el mundo en el que vivimos”, según asevera Gaston Bachelard. Lo ambiguo de esta aparente verdad nos hace decir que no es simplemente que no coincide con lo que desearíamos. Algunos, con aires más platónicos que propiamente de Platón, consideran que ahí se inscribe el camino que habría de conducirnos de las tinieblas a la luz. Lo que vivimos serían las tinieblas y lo que pensamos, la luz. ¿O más bien es al contrario? ¿Habríamos de alejarnos de las oscuridades del pensar para atender a la luminosa concreción de lo que vivimos? ¿O se trata de que lo confuso de lo que vivimos ha de alumbrarse con el pensamiento?

Quizá la cuestión es otra, y lo que en verdad pensamos es lo que vivimos y lo que vivimos es lo que pensamos. Se trataría de un ejercicio de adecuación, de correspondencia y de recíproca influencia. Sin embargo, pensar no parece ser una mera entrega a lo que ya vivimos. O, tal vez, esto de ofrecerse a lo que viene pasando no sea del todo vivir. Y, además, algo, y no poco, se resiste a lo que pensamos, por más que no dejemos de creer que estamos haciéndolo. Es como si lo que sucede fuera a otro paso, al suyo, indiferente a lo que decimos pensar. Así que ocuparse en hacerlo parecería propio de personas insensibles con lo que pasa. Se diría que son tiempos para otra cosa.

Podríamos intentar eludir esta encrucijada que se sostiene en el dualismo “mundo sensible/mundo inteligible”, mediante la inversión que supondría considerar el mundo sensible como el único mundo verdadero y, en un salto en el vacío (efectivamente en el vacío), considerar que simplemente vivimos en lo sensible y de lo sensible. Si creemos que lo preferible es la apariencia, que se constituye en la estructura única y en el único contenido, tal sería la verdadera y exclusiva realidad de las cosas, la apariencia invertida, la fuerza de lo aparente. Y entonces pensar vendría a ser un aditamento, un añadido, cuando no un estorbo. Lo importante sería, se dice, vivir. 

Pero un pensar escindido del vivir es tan infecundo como un presunto vivir al margen del pensar. Quizá preservar la distancia entre vivir y pensar e impedir su plena identificación es comprender que hay un ámbito común en el que se encuentran, siquiera como diferentes. El asunto es ajustar esa distancia y recorrerla permanentemente. En ella hay relación, comunicación, pero no identidad. Y esa tensión  nos hace actuar.

Para la acción, tan ridículo es sobrevolar el mundo y la llamada realidad, como enfangarse en lo más inmediato y reducirla a ello, sin más travesías, perspectivas y horizontes. Ciertamente, en ocasiones las dificultades no parecen permitir mucho más. Pero, en todo caso, más que nunca precisamos de esa toma de distancia, que es un modo de aproximación, y que llamamos pensar. El pensamiento nos vincula, nos acerca, por el procedimiento de no enfrascarnos en lo que simplemente se limita a ocurrir. 

No pocas veces es preciso darse algún tiempo y dotarse de algún espacio. No ya para procurar una retirada, ni un simple retraimiento, como si para poder pensar se precisara un retiro de lo que vivimos, En tal caso, se comprende que haya quienes estiman que eso sería bien parecido a considerar que pensar no parece compatible con vivir. Algo así como si hubiera de elegirse. Más aún, creen que, si uno desempeña una labor activa, comprometida o exigente, no puede en rigor permitirse otro pensar que el de darle vueltas al hacer. Y no digamos si ello se atribuye a la falta de momentos oportunos o a la voluntad de no distraerse en lo que consideran desvaríos intelectuales o mentales, propios de seres ociosos. Como si pensar fuera una ocupación o un ejercicio, sin más. Incluso para algunos sería un simple instrumento, un utensilio. Resultaría útil como medio, para un fin, supuestamente para vivir con más comodidad.

Sin embargo, con esta concepción se abriría una escisión en el propio mundo. Y, en efecto, se producirían dos mundos, el de lo que pensamos, el de quienes piensan, y el de lo que vivimos, el de quienes viven. Y puestos a elegir, preferiríamos vivir, se dice. Que piensen ellos, se dijo. Nosotros, a lo que dicten. Ya se encargarán de descifrárnoslo. Ahora bien, el asunto puede tener otro alcance. Cabría decir que hemos de vivir por el pensar, como se declara que se vive por alguien.

Considerar que el pensamiento es desciframiento o reducirlo a una herramienta para valernos de ella ignora su alcance determinante para otro modo de sobrevolar, que no es hacerlo sobre la vida, sino sostenerse sin ceder a las convenciones y valores dominantes. Hay quienes denominan poner los pies en el suelo al simple ceder al falso realismo de la resignación ante lo dado. Pero, más bien, pensar es una forma de resistencia y de impugnación, en lugar de la impotencia de denominar vivir al dejarse llevar.

Frente a este modo cerrado y clausurado, el pensamiento agudizaría el combate en la búsqueda de la verdad, llámese como se llame, que es tanto como decir en la creación de formas de vida, en la emergencia de lo que no está claro que ya se dé en el mundo que vivimos. En este sentido, pensar es efectivo. Entre otras razones, para no quedar fijados y rendidos ante lo que ahora se nos presenta como verdadero. Puestos a sobrevolar lo que sucede, conviene no perderse de vista. Y puestos a no quedar cegados por la espesura de lo que ocurre, conviene alzarse y elevarse siquiera mínimamente. No sólo hace falta altura de miras, también de pensamiento.

Ángel Gabilondo, Sobrevolar, El salto del Ángel, 15/03/2013

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