"El patio de mi casa es particular ..."

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by Alice Neel
Presumir de ser peculiar supone ignorar que todos lo somos, ya que en eso consiste exactamente lo propio o privativo de cada quien. Nuestra más privada propiedad es la de ser peculiares. Lo interesante es cuál es su alcance y su sentido. Todo empieza a ser distinto cuando somos capaces de reconocer, de comprender, que a los demás les ocurre algo similar y viven a su modo su irrepetible e insustituible existencia, y a valorar el que no sea igual, y aún menos idéntica, a la nuestra. El enigmático mundo de las relaciones con uno mismo, la peripecia más íntima y personal, la soledad constitutiva, los deseos y las necesidades merecen una forma, por muy elemental que a veces resulte, de afecto. Y si éste en ciertos casos es màs intenso, no ha de ser precisamente porque se elimina lo que nos diferencia, sino porque él nos permite diferir.

La cuestión es que no siempre resulta fácil ser singular. Y éste es otro asunto. Proponérselo puede ser de lo más común y no precisamente algo extraordinario. Eso no significa que sea frecuente. A su modo, incluso en mínimos detalles, se evidencia en muchos casos, aunque no sea de modo explícito, que tenemos una forma, un estilo de vida que alcanza a lo que somos capaces, que incide en lo que decimos y en lo que hacemos. Sin duda puede variar, y no sólo con el tiempo. De tener lugar prácticamente en cada ocasión, esa permanente modificación constituiría la máscara de nuestro verdadero rostro, el de una sucesión y proliferación que no necesariamente es ocultación. Ya no como del aspecto del otro, sino del de nosotros mismos.

Argüir que uno tiene bastante con sus ocupaciones y desocupaciones como para vérselas en la peripecia de hacer la travesía de lo peculiar a lo singular es desconsiderar que en todo caso se realiza, y que la desatención o la indiferencia son una forma de travesía que no deja de ser nuestra propia manera. Que obedezca a coyunturas circunstanciales no le resta verdad. Cuando lo descuidamos también sucede, pero de otro modo. En definitiva, es lo que ocurre con la vida, es en lo que la propia vida, la de tantos, consiste. Quizás, cierta pérdida de singularidad podría ser nuestra peculiaridad y la de un mundo empeñado en aplanar las diferencias de cada quien, sin eliminar las que a su vez se consolidan entre nosotros.

Asentados en nuestra peculiaridad, la singularidad corre el riesgo de identificarse con la implacable entronización de una más impositiva que imponente forma de ser que precisamente no deja ser, que empieza por impedir que uno mismo se diga. No es cosa de identificar como consistente lo que simplemente es insensible e indiferente para con uno mismo y para con los otros. No faltan quienes estiman que lo prudente es situarse a buen recaudo de la capacidad de afectar y de ser afectado. Y hay quien lo precisa, y quien lo exige, y quien lo reclama. Supuestamente para no perder su propia peculiaridad. De este modo, tal peculiaridad propia queda encerrada y reducida en lo que ya somos.

No siempre valoramos la versatilidad, por muchas alabanzas que reciba. No se aprecia por ser capacidad de adaptación, por dar respuesta a variadas situaciones, sino que se la considera voluble e inconstante. Decimos que deseamos ser singulares y que los otros lo sean, pero establecemos firme y rígidamente los límites de su posible rareza.

Sin embargo, la libertad, considerada como cuidado y cultivo de sí mismo y de los otros, reclama singularidad. Sólo desde ella, como Hegel nos hace ver, podemos constituir algo común. Malentender la singularidad es desconsiderarlo todo. En ella radica la posibilidad de alguna suerte de comunidad. No se trata de la abstracta y universal declaración de lo individual que nos identifica e iguala, es cuestión de que esa singularidad suponga un espacio único e irrepetible en la existencia que, por muy en la oscuridad que venga a ser, constituya espacio público. La reducción de las singularidades a una colección de intereses individuales es una base bien sólida para la insolidaridad.

Las situaciones complejas en tiempos difíciles tienden a procurar el enclaustramiento incluso de las peculiaridades, haciendo de éstas anécdota y, en su caso, ostentación de lo propio como supuestamente singular. Entre el arrinconamiento y la jactancia crece la distancia entre nosotros. Y en ocasiones una no siempre explícita pero contundente arrogancia va apoderándose, también por afán de supervivencia, de nuestra existencia, que no en todo caso, y en general casi nunca, es para tanto. Ahora bien, a su vez, silenciosa y sencillamente, extraordinarios modos de ser viven el desafío de su propio decirse. Y no siempre los más espectaculares, los más apreciados o los más adulados son los más singulares. Lo son a su vez quienes estimulan y propician nuestra propia singularidad. Su peculiaridad es que constituyen una emulación, porque nos instan a ser nosotros, no a ser ellos.

Cada cual ha de vérselas consigo mismo. La falta de ocasión o de oportunidad no hace innecesario el desafío, al contrario, lo urge. Y a su modo, por muchas trabas que existan y por muchas coartadas que nos impongamos, nadie escapa de ciertas modalidades de encuentro con la tarea de dar forma a su peculiaridad. Y a ser posible, belleza. Y ello es también vivir la propia vida.

En medio de la vorágine de los acontecimientos, acuciados por los hechos, y por la versión de los mismos, no hay sin embargo modo sensato de huir absolutamente de nuestra personal peculiaridad. Ni es preciso. Aún más, es que la requerimos para afrontar la coyuntura, para tener nuestra propia palabra y decirla, para hacer lo que consideramos adecuado y justo, en la difícil necesidad, siempre urgencia, de ser singulares. 

Ángel Gabilondo, Peculiares y comunes, El salto del Ángel, 03/05/2013

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