Pensament, història i sacrificis necessaris.

'El vagó de tercera' d'Honoré Daumler
Pocas fórmulas han alcanzado un éxito tan unánime, a la hora de definir el trabajo intelectual, como la que Hegel puso en circulación para encargar su tarea histórica a la filosofía contemporánea: poner su tiempo en conceptos. Variaciones de ella son, sin duda, la idea del pensamiento como “diagnóstico epocal” de Nietzsche, la figura sartreana del “escritor comprometido” con su actualidad, el “reportaje filosófico” (al estilo del Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt), la “ontología del presente” postulada por Michel Foucault, el “periodismo metafísico” de Gianni Vattimo y, en general, la pretensión de “estar a la altura de los tiempos” por parte de los profesionales de la teoría. Sin embargo, raramente se recuerda que, al enunciar esta prescripción, Hegel era perfectamente consciente de su carácter problemático, que su repetición y vulgarización sistemática nos ha hecho perder de vista, ya que suponía conciliar dos instancias que desde la antigüedad estaban profundamente reñidas entre sí: la universalidad irrenunciable de la razón y la particularidad igualmente insobornable de los hechos históricos. Este antagonismo fue responsable de que, durante siglos, la historia no pudiera aspirar a ser otra cosa que “crónica de los acontecimientos” que ocurren, como decía Aristóteles, “unos después de otros”, y de que estos siempre resultasen miserables, brutales y descabellados cuando se los comparaba con los ideales abstractos de la razón. 
 
Esta atormentada contraposición sólo alcanzó el punto de resolución en la época del ferrocarril, cuando la vieja “historia” se convirtió en Historia Universal, con mayúsculas, dejando así de ser una simple sucesión de contingencias para convertirse en el tren articulado en el que todos los hombres viajan (aunque unos lo hagan en compartimentos individuales y con servicio de comedor y otros hacinados en el vagón de tercera caricaturizado por Daumier), no importa cuál sea su condición o su origen geográfico, en dirección a un único destino común que la propia razón señala a la historia por medio de los “grandes hombres” (los “individuos universales” de los que hablaba Hegel) que toman en sus manos las riendas de la política. Desde entonces, todos los acontecimientos están íntimamente vinculados entre sí, como los vagones del tren, y enganchados a la locomotora que, atravesando territorios no siempre llanos y pacíficos, mantiene el rumbo fijo hacia la estación final. Con permiso del lector y haciendo uso de la licencia poética habilitada por esta segunda navegación (moderna) de la epopeya, vamos a hacer subir a este tren, en uno de estos días en los que las vías férreas unificaban a su paso todos los lugares del orbe y sincronizaban las temporalidades heterogéneas de los pueblos más diversos haciendo realidad la “hora mundial” antaño soñada por Newton, a una humilde mujer trabajadora que, en parte por su propia pobreza y en parte por haber visto trastornada su facultad lingüística tras un trauma bélico, desconocía por completo la trama en la que se la había insertado. 

Naturalmente, la resolución del conflicto entre el concepto de la razón y los hechos particulares de la historia no es gratuita: pasa por admitir que la realización material de los ideales tiene un coste, que es precisamente la mentada brutalidad de muchos de los sucesos que para ello acaecen, aunque ahora su ferocidad no ha de observarse como una objeción contra dichos ideales, sino como el único medio (doloroso pero necesario) para su cumplimiento histórico. Es por ello que la gestión de este concurrido tren implica un cálculo de minimización de los gastos y maximización de los beneficios, un cálculo en virtud del cual puede llegar a resultar imprescindible, supongamos hipotéticamente, poner una bomba precisamente en el vagón del tren en el que viaja la mujer tartamuda a quien obligatoriamente hemos hecho subir a él. Aunque a ella le costaría reconocerlo en caso de haber saltado en pedazos debido a la explosión, con su esforzado sacrificio habría contribuido a la realización histórica de los ideales de la razón, y por tanto su cuerpo no habría estallado como el de una pobre mujer analfabeta, sino revestido con los santos ropajes de la humanidad, cuyo progreso siempre ocasiona daños colaterales no deseados. A este mismo cálculo de los costes, que determina quiénes son sacrificables y hasta qué punto, se le llama a menudo “conocimiento histórico”, evaluación de la coyuntura histórica, análisis del contexto y, en definitiva, conocimiento de los internos y delicados equilibrios de fuerzas de ese tren cuyos vagones están fatalmente conectados entre sí y unidos a la implacable locomotora. Exactamente el tipo de “conocimiento histórico” que, para no juzgar a la ligera a los “grandes hombres” y a los dirigentes políticos, ha de tener quien quiera poner su época en conceptos y someter así la oscuridad de la historia a la luz cegadora de la idea, para satisfacer la definición hegeliana de la función del intelectual. 

De este saber andaba algo escaso Albert Camus, cuyo centenario se conmemora este año, cuando un día, en Estocolmo, tuvo la desfachatez —que nunca le ha sido del todo perdonada— de poner la salvación de esa pobre mujer tartamuda, que casualmente era su madre, por delante de los superiores intereses de la historia, representados en aquella ocasión por el Frente de Liberación Nacional de Argelia, que acostumbraba a poner bombas en los tranvías que su madre tomaba a diario para ir a trabajar. Con ello daba testimonio de otra posible definición —radicalmente antihegeliana— del trabajo intelectual. Cierto que personas como la madre de Camus son salvajemente sacrificadas todos los días, sin que ni siquiera después de ello podamos estar seguros de si lo fueron en el altar de la humanidad o en el de la barbarie, y que los intelectuales no hacemos gran cosa para impedirlo, seguramente porque no podemos. Pero lo que sí forma parte de nuestro oficio es negarnos a justificar, aunque sea en función del “conocimiento histórico” de nuestra época, su sufrimiento como una necesidad histórica para la gloriosa marcha de la humanidad hacia su meta. El hecho de no poder salvarla no nos hace cómplices de sus asesinos. El de justificar su muerte como una exigencia de la razón, sí. 

José Luis Pardo, Pensadores, al tren, Babelia. El País, 04/05/2013

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