Pensament, història i sacrificis necessaris.
'El vagó de tercera' d'Honoré Daumler |
Esta atormentada contraposición sólo alcanzó el punto de resolución en
la época del ferrocarril, cuando la vieja “historia” se convirtió en
Historia Universal, con mayúsculas, dejando así de ser una simple
sucesión de contingencias para convertirse en el tren articulado en el
que todos los hombres viajan (aunque unos lo hagan en compartimentos
individuales y con servicio de comedor y otros hacinados en el vagón de
tercera caricaturizado por Daumier), no importa cuál sea su condición o
su origen geográfico, en dirección a un único destino común que la
propia razón señala a la historia por medio de los “grandes hombres”
(los “individuos universales” de los que hablaba Hegel) que toman en sus
manos las riendas de la política. Desde entonces, todos los
acontecimientos están íntimamente vinculados entre sí, como los vagones
del tren, y enganchados a la locomotora que, atravesando territorios no
siempre llanos y pacíficos, mantiene el rumbo fijo hacia la estación
final. Con permiso del lector y haciendo uso de la licencia poética
habilitada por esta segunda navegación (moderna) de la epopeya, vamos a
hacer subir a este tren, en uno de estos días en los que las vías
férreas unificaban a su paso todos los lugares del orbe y sincronizaban
las temporalidades heterogéneas de los pueblos más diversos haciendo
realidad la “hora mundial” antaño soñada por Newton, a una humilde mujer
trabajadora que, en parte por su propia pobreza y en parte por haber
visto trastornada su facultad lingüística tras un trauma bélico,
desconocía por completo la trama en la que se la había insertado.
Naturalmente, la resolución del conflicto entre el concepto de la
razón y los hechos particulares de la historia no es gratuita: pasa por
admitir que la realización material de los ideales tiene un coste, que
es precisamente la mentada brutalidad de muchos de los sucesos que para
ello acaecen, aunque ahora su ferocidad no ha de observarse como una
objeción contra dichos ideales, sino como el único medio (doloroso pero
necesario) para su cumplimiento histórico. Es por ello que la gestión de
este concurrido tren implica un cálculo de minimización de los gastos y
maximización de los beneficios, un cálculo en virtud del cual puede
llegar a resultar imprescindible, supongamos hipotéticamente, poner una
bomba precisamente en el vagón del tren en el que viaja la mujer
tartamuda a quien obligatoriamente hemos hecho subir a él. Aunque a ella
le costaría reconocerlo en caso de haber saltado en pedazos debido a la
explosión, con su esforzado sacrificio habría contribuido a la
realización histórica de los ideales de la razón, y por tanto su cuerpo
no habría estallado como el de una pobre mujer analfabeta, sino
revestido con los santos ropajes de la humanidad, cuyo progreso siempre
ocasiona daños colaterales no deseados. A este mismo cálculo de los
costes, que determina quiénes son sacrificables y hasta qué punto, se le
llama a menudo “conocimiento histórico”, evaluación de la coyuntura
histórica, análisis del contexto y, en definitiva, conocimiento de los
internos y delicados equilibrios de fuerzas de ese tren cuyos vagones
están fatalmente conectados entre sí y unidos a la implacable
locomotora. Exactamente el tipo de “conocimiento histórico” que, para no
juzgar a la ligera a los “grandes hombres” y a los dirigentes
políticos, ha de tener quien quiera poner su época en conceptos y
someter así la oscuridad de la historia a la luz cegadora de la idea,
para satisfacer la definición hegeliana de la función del intelectual.
De este saber andaba algo escaso Albert Camus, cuyo centenario se
conmemora este año, cuando un día, en Estocolmo, tuvo la desfachatez
—que nunca le ha sido del todo perdonada— de poner la salvación de esa
pobre mujer tartamuda, que casualmente era su madre, por delante de los
superiores intereses de la historia, representados en aquella ocasión
por el Frente de Liberación Nacional de Argelia, que acostumbraba a
poner bombas en los tranvías que su madre tomaba a diario para ir a
trabajar. Con ello daba testimonio de otra posible definición
—radicalmente antihegeliana— del trabajo intelectual. Cierto que
personas como la madre de Camus son salvajemente sacrificadas todos los
días, sin que ni siquiera después de ello podamos estar seguros de si lo
fueron en el altar de la humanidad o en el de la barbarie, y que los
intelectuales no hacemos gran cosa para impedirlo, seguramente porque no
podemos. Pero lo que sí forma parte de nuestro oficio es negarnos a
justificar, aunque sea en función del “conocimiento histórico” de
nuestra época, su sufrimiento como una necesidad histórica para la
gloriosa marcha de la humanidad hacia su meta. El hecho de no poder
salvarla no nos hace cómplices de sus asesinos. El de justificar su
muerte como una exigencia de la razón, sí.
José Luis Pardo, Pensadores, al tren, Babelia. El País, 04/05/2013
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