Vèncer la por.

 

 Se dice que el miedo es libre, y era de esperar que tras el 11 de septiembre acabara copando el sitio del dolor. Sin embargo, el dolor tiene una dignidad inmediata y conmueve necesariamente, mientras el miedo es una forma de prudencia no pocas veces imprudente. Opina cosas baladíes, como que los rascacielos deben hacerse de otro modo, o no hacerse en absoluto, dado que ceden ante el impacto frontal de aeronaves muy grandes. 

Siguiendo la misma línea, piensa que es sensato evitar aviones y aeropuertos, quedándose cada cual en casa todo cuanto le resulte posible. También recomienda suspender inversiones, bursátiles o extrabursátiles, comerciar lo mínimo con tierras lejanas e incluso que cada cual llene su despensa para una buena temporada, no vaya a ser que en la calle aparezcan metralla, gas o esporas de carbunco. Por supuesto le parece especialmente peligroso ir a EEUU, y en concreto a Nueva York y Washington, a pesar del “casa robada, casa guardada.” A este ánimo no parece importarle que la construcción, el transporte y el turismo sean fulminados por una contracción en la demanda, ni por los desabastecimientos básicos que seguirían a semejante desgracia. Dicha tentación de abandono es singularmente bienvenida en Bolsa por inversores gregarios, prestos a vender en masa ante cualquier asomo de pánico, aunque eso redunde en perjuicio suyo y contribuya, además, a generalizar la recesión. 

Consustancial al sensacionalismo, el alarmismo prescinde de que vivimos merced a niveles de confianza no sólo altos sino crecientes, sobre los cuales se teje una red infinita de actividades. En último análisis, nuestro logro ha sido hacer más rápido y seguro el intercambio de más bienes y servicios. Encojámonos, atendiendo sólo a lo más inmediatamente nuestro, y las fuentes de esta civilización empezarán a secarse. En efecto, las destrucciones que no llaman a una reconstrucción crecen como el desierto, a costa de la vitalidad circundante. Entre míseros aglomerados de súbditos y ciudadanías prósperas lo diferencial no son recursos naturales y posición estratégica, sino el coraje de preferir los riesgos de la libertad a las seguridades de la servidumbre. 

Así fuimos descubriendo que no hay asomo de paz verdadera allí donde la cuna prima sobre el merecimiento, la movilidad espacial sobre la movilidad social, la rutina sobre la invención, la jerarquía sobre el sentido crítico. En justa contrapartida, un cultivo sitemático de la diligencia y el ingenio redundó en mucha más idiosincrasia subjetiva (sexual, intelectual, política, profesional), y en mucha más acumulación objetiva de riqueza, mostrando hasta qué punto el civismo –lo contrario del fideísmo- lleva a sociedades donde cada progreso en la autonomía coincide con alguna mejora en calidad de vida. Pero la ética del trabajo bien hecho, y la concomitante regla de que los pactos habrán de cumplirse, pueden no bastar en momentos dificiles. 

Como repetían los sabios griegos y romanos, una república sólo se mantendrá cuando sus miembros practiquen la virtud, entendiendo por ello el denuedo de sostener personalmente las instituciones. Algo muy análogo propuso el western.como género, afirmando que no basta pagar a un sheriff para librarnos definitivamente del bandidaje, pues pronto o tarde todo el pueblo será puesto en la tesitura de cometer o evitar una traición a sus propios principios. En el caso actual es evidente que el sheriff tiene sobrados recursos para hacer frente a bandidos, y que la virtus republicana nos exime de montar guardia en alguna muralla asediada por hunos o galos con ansias de saqueo. El peligro no es un enemigo ridículamente débil si luchase a campo abierto, y que aún agazapado en las sombras es incapaz de provocar algo distinto de tal o cual masacre. El peligro está en hipnotizarse con remotísimas posibilidades de salir personalmente heridos, mientras damos la espalda a las fatales consecuencias de vulnerar costumbres e intereses comunes, empezando por una complejidad económica que es ante todo interdependencia y aceptación del riesgo. 

Distintos señores con turbante, ultrajados a fin de cuentas por nuestra libertad de conciencia y por el trato dispensado al género femenino, dicen que se nos acabó la seguridad si no hacemos esto y lo otro, y cederemos a su chantaje si eso nos mueve a quedarnos en casa, meter los ahorros debajo del colchón, anular compras y ventas previstas, no comerciar con extranjeros, recortar nuestra vida relacional. Para nada es éste el consejo de quienes representan hoy el dolor legítimo, ya que perdieron seres amados y otros bienes concretos el 11 de septiembre. 

Y tampoco vale alegar la seguridad de hijos o allegados, porque su seguridad real pende vitalmente de no mendigar conchas invulnerables –como los pretéritos refugios atómicos-, mientras un delirio timorato consiente que nuestra red de intercambios se vea erosionada. Al contrario, es hora de hinchar el pecho, reafirmando nuestro compromiso con un mundo sin religión ni milenarismo, comercial en vez de misional o militar, donde un más acá hecho con tenacidad y formación ha sustituido al más allá llamado Cielo. Sin duda alguna, todos los asesinos dispuestos a inmolarse (y quienes asesinan aún más alevosamente, en países donde la pena de muerte dejó de existir) podrán acabar con algunos de nosotros. Pero no colaboremos con ellos, aturdiéndonos de alarma hasta hacer aquello tan fervientemente buscado por su estrategia, que es convertirnos en masa sugestionable. F.D. Roosevelt propuso en 1945 que “uno de los derechos humanos es no sentir miedo”, sin darse cuenta de que tal enfoque será siempre irreal, y en no pocos casos contraproducente. 

Como repuso Ernst Jünger de inmediato, la tarea primordial del bien nacido –el que rechaza la crueldad en cualquiera de sus formas- consiste en vencer la tentación paranoica, porque librarse de ella es incomparablemente más fértil para cualquier sociedad que acumular medios disuasorios, desde arsenales a botiquines. Como acabamos de ver, los peligros se hacen catastróficos en proporción al nivel técnico alcanzado por una cultura. Pero el nivel técnico depende de que la cultura ya no sea un precipitado de temerosos súbditos y consentidos jerarcas, sino un congreso de ciudadanos dispuestos a preservar lo común –la res publica- de la violencia, el fraude y el privilegio, cosa equivalente a comunidades que premian hallazgos, hábitos de responsabilidad profesional y acopio de datos científicos, en inevitable perjuicio de inmovilismo, hábitos chapuceros y repertorios dogmáticos. 

Nada podría acercarnos tanto a lo que dejamos atrás con sangre, sudor y lágrimas como imaginar que ese bello y audaz proyecto puede coexistir con quienes cambian en sus rezos el pan por la aprensión, implorando que el Señor nos depare el miedo nuestro de cada día. Pensaba terminar estas líneas proponiendo que comprásemos billetes de avión para Nueva York, que en sus hoteles no aceptásemos pagar menos de lo que se pagaba antes del 11 de septiembre, que visitásemos sus museos, teatros y cines, y que así –sin necesidad de emular a Gary Cooper en Solo ante el peligro- demostráramos virtud cívica. 

Acaban de confirmarme, sin embargo, que los neoyorquinos no se comportan como súbditos roídos por la hipocondría. Llenan sus espacios públicos, mantienen las tarifas hoteleras y, en definitiva, han resuelto vivir como siempre, seguros de su capacidad para crear y recrear cuanto sea preciso, mientras se conserve allí un espíritu de libertad, laboriosidad y autoayuda. Ellos, que son un crisol de razas y culturas, ofrecen con su vida cotidiana el mejor antídoto para la propuesta del temor inconcreto, orientado a buscar ilusorias corazas para la amenaza del terrorismo. Vivimos prósperamente por relacionarnos sobre la base de una confianza laica y prosaica, no apoyada sobre razas o culturas sino sobre una común guerra al miedo, un sentimiento del cual parten ruinas y persecuciones sin cuento allí donde se enseñorea de nuestros actos. 

Los neoyorquinos, damnificados reales, prueban que -a despecho del alarmismo promovido cotidianamente por los medios- el mensaje de Epicuro no se borra quemando sus libros, como pretendieron los primeros cristianos, y que el dolor aconseja con mucha más sabiduría que el temor. Evitad la fuente primaria de dolor, decía Epicuro, desconfiando de quienes venden paraísos futuros, pues chantajean al insensato con una perspectiva de purgatorios e infiernos, coetáneos o posteriores a la muerte. Son mercaderes de miseria material y espiritual, apóstoles de aquella superstición que veda a grupos e individuos la meta más alta, el placer óptimo de gozar razonablemente la temporalidad, los deleites de una finitud aprovechada con inteligencia. 

Siendo seres tan limitados uno a uno, movidos a la cooperación por el interés de todos, seguir viajando, contratando, comprando y vendiendo como antes es la alternativa sensata. Una vez más, el coraje republicano resulta ser la prudencia misma. 

Antonio Escohotado, Guerra al miedo, article publicat en 2003

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