El que ignoren els moviments antiglobalitzadors.

 

A principios del siglo XX cundía un voluntarismo simplista que se jactaba de solucionar cualquier problema con planificación, provocando un extraordinario auge del totalitarismo. A principios del siglo XXI cunde la sensación de que nuestras sociedades complejas son fruto del obrar humano, pero no de designios personales conscientes, y que la densidad de conocimientos acumulada en cada pequeño sector productivo desborda nuestra capacidad de cálculo. En vez de la férrea mano del Comandante, que por doquier impone el bien común a golpes de decreto, nos encomendamos a una mano invisible que logra niveles inauditos de prosperidad, paz y libertades por el camino más opuesto a la autocracia mesiánica: mientras respete las reglas de juego –fijadas por el derecho- cada individuo contribuirá óptimamente al bien común persiguiendo sus propios proyectos de industria y mejora. Quédese el parvulario con lo que es de parvulario. 

A despecho de lo que pensaban San Pablo y San Lenin sobre mercaderes y otros empresarios, nuestro bienestar actual viene de suprimir la tabla de valores y métodos aparejada a sociedades militares y clericales, volcadas invariablemente sobre conquistas y catequésis, apostando por sociedades comerciales que favorecen el libre intercambio de bienes y servicios, porque sólo así se borra el abismo entre nosotros y ellos, nacionales y extranjeros, miembros y no miembros. 

Temo que un vigoroso ingrediente de la antiglobalización sea nostalgia de la promesa militar/clerical, con sus recetas infalibles para una salvación colectiva, unida al desencanto producido por el hundimiento del socialismo llamado real, y realimentada por sectores juveniles desinformados o problemáticos. La cuestión más urgente y profunda de las ciencias humanas es precisar sin tópicos ni prejuicios por qué ciertos países y regiones son ricos mientras otros son pobres, con olímpica independencia de recursos naturales, situación estratégica y tamaño. Una manera tan habitual como fraudulenta de ignorar este desafío intelectual es el evangelio llorón del victimismo, cuyo denominador común es despojar a ciertos individuos y grupos de responsabilidad alguna en su propio destino, distribuyendo el papel de malos a los solventes y el de buenos a los insolventes. 

El caso es que adelantamos poco con esa simpleza –ya anticipada en el Sermón de la Montaña cuando bendice no sólo a los monetaria o transitoriamente humildes sino a los “pobres de espíritu”, humildes para siempre-, y al tratar de ponerla en práctica no sólo engendramos tiranía y corrupción, sino mucha más miseria. He ahí que los victimistas se transforman ahora en victimadores, ansiosos de guerrilla y mártires, vocados a curtirse en campos de entrenamiento bélico durante los ratos libres que dejan las reuniones de la OMC. Resulta lógico que el descontento busque salidas, y es del mayor interés rastrear las fuentes de cualquier descontento que pueda concitar adhesiones. Pero ni éste ni ningún otro descontento se aliviará dando palos de ciego. Quienes vociferan contra la globalización podrían tener los arrestos adicionales de comprenderse como secta religiosa, en última instancia opuesta a los progresos técnicos de donde arranca el fenómeno. 

Los demás podríamos estudiar a fondo cosas concretas, como por qué pasan hambre Birmania y Argentina, los dos países más prósperos del orbe en potencia. Tomando ese camino, o simplemente escuchando a quienes ya enveredaron por él, habremos hecho incomparablemente más por las verdaderas víctimas del momento que coreando eslóganes infantiles para justificar batallas campales. 

Antonio Escohotado, Palos de ciego, El Mundo, 02/03/2001

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