La filosofia de Descartes segons Antonio Escohotado.


Lo inmediatamente previo a él en Francia es la combinación de estoicismo y escepticismo representada por Miguel de Montaigne, donde el consejo de mirar hacia dentro coincide con la ruina de la sociedad feudal eclesiástica, que arrastra casi todas sus ideas a la misma bancarrota. Nada se sabe, vocea por entonces el médico portugués Sánchez, y el propio Descartes suscribe inicialmente esa mezcla de estoicismo y escepticismo hasta que cierto día —metido según parece dentro de una gran estufa- atraviesa una experiencia a caballo entre la revelación mística y el silogismo. Allí imagina haber hallado un medio que hará frente al veneno de la duda y sus secuelas (esterilidad, decadencia): un saber compuesto sólo por «certezas».

Descartes
El asombro ante lo claro y nítido de la razón corresponde en máxima medida al francés Renato Descartes (1596-1650). Si «quien tiene un cuerpo apto para muchas cosas tiene un alma cuya mayor parte es eterna» (Spinoza), Descartes puede ser considerado un alma en buena medida inmortal. Instruido por los jesuitas, fue un cosmólogo muy discutible, un matemático extraordinario, un pulcro estilista y un pensador a partir de cuya obra se fecha –algo arbitrariamente- el comienzo de la filosofía moderna.

Aunque el saber humano expresa una sola razón en todo lugar y momento, a su juicio esa unidad sólo se ha revelado y aplicado en matemáticas, único reducto de «certezas» hasta entonces, y propone extender ese método a los demás campos del saber humano. Tal como hace el matemático, procede analizar («dividir las dificultades en tantas partes como sea posible y necesario para resolverlas mejor») y sintetizar («ascender poco a poco, por pasos, hasta el conocimiento de los objetos más complejos»). Con la terminología que propondrá Leibniz poco después para el cálculo infinitesimal, se trata de “diferenciar” primero para poder “integrar” luego.

Pero antes de encontrar lo simple (o «absoluto»), y desembocar sin oscuridades en lo complejo («relativo»), es preciso hallar algo sólidamente cierto y evidente en sí, una primera verdad, y para ello Descartes propone empezar dudando de todo.

La duda «metódica» tiene tres fundamentos:

a) En primer lugar, la extrañeza de lo sensible, donde se percibe un marcado contraste con Aristóteles. Los sentidos no sólo pueden sino que tienden a inducirnos a error, y cualquier dato proveniente de ellos carece de certeza absoluta. En realidad, no vemos lo que miramos, porque «ver» en sentido estricto debe reducirse a construir en la mente (como sucede con la suma de 2 y 2), y lo empírico nos llega dado, hecho ya.
b) En segundo lugar, si bien podemos distinguir al durmiente del despierto, es imposible distinguir la vigilia del sueño. La misma idea inquietante anima una famosa obra de Calderón, y Descartes sólo encuentra como remedio a su incertidumbre el hecho de que (despiertos o soñando) los ángulos de un triángulo suman dos rectos siempre, por ejemplo.
c) Puede por último, haber un genio maligno, un demonio inteligente que haga vacilar incluso esas certezas, y que se complazca engañándonos, haciéndonos creer que las cosas son cognoscibles, o que hay existencia en general.
Sin embargo, aun aceptando todo esto hay algo que es necesariamente, y esto que sigue siendo —en una vida/sueño apoyada sobre sentidos falibles y expuesta a espíritus engañadores— es el sujeto concreto, el «yo». No puedo dudar de que yo dudo. Ahora bien, yo no soy simplemente una cosa que existe: en el ego hay ante todo pensamiento. No diremos entonces «soy, luego existo», sino «pienso, luego existo». He ahí la unidad de la inteligencia y lo real, presentada en su esquemática desnudez. El hypokeímenon o sujeto aristotélico, lo que servía de apoyo a cualesquiera determinaciones, es precisamente un pensante individual y finito, un cogito.

Me encuentro entonces con un existente indudable que es la conciencia de mí mismo. Esta autoconciencia tiene los rasgos de algo seguro e íntimo a la vez. Descartes aclara expresamente que el ergo («luego») de cogito ergo sum no indica una concatenación silogística. Para ello tendría que formularse la premisa mayor de que «todo lo pensante existe», mientras él afirma sólo que yo o la conciencia de si existe. Como no hay un mediador entre mi mente y mi ser, la conexión de una cosa y otra es inmediata, directa, y reside exclusivamente en el ego como existencia y pensamiento a la vez.
«Por pensar entiendo todo lo que sucede dentro de nosotros con la participación de nuestra conciencia, siempre y cuando seamos conscientes de ello; por tanto, también la voluntad, las representaciones y las sensaciones son lo mismo que el pensamiento».
Esta operación de hallar una certeza absoluta ha suscitado —junto con la síntesis buscada— la cuestión del solipsismo (reclusión en nuestro interior), que ya no abandonará la filosofía hasta nuestros días. La forma de esquivar tal reclusión parece sencilla afirmando que lo que realmente sucede dentro de cada uno son ideas, pues si bien el mundo puede no existir, es indiscutible que poseemos ideas sobre un mundo. Con todo, el propio planteamiento de la duda metódica y el ego determina una decisiva transformación en las ideas. Recordaremos que en Platón eran géneros eternos y autosubsistentes —determinaciones puras— hacia las cuales se elevaba la inteligencia a partir de lo sensible, y que el demiurgo del Timeo (como los dioses del Fedro) producían el mundo «contemplándolas», por ser ellas anteriores y superiores a todo lo demás. Con Descartes, en cambio, las ideas son modos del cogito, «representaciones» mías. Los cuerpos —y aquí aparece la tesis «moderna»— no nos son conocidos por la sensación, porque entre ellos y nuestra mente se interpone la estructura de la mente misma. En apoyo de esto dice Descartes que a veces nos duele un miembro hace largo tiempo amputado, y que la certeza de poseer un cuerpo es siempre algo posterior a la certeza de pensar.

Bruno había visto en todas las cosas “modos” del Inmenso, y Descartes ve en todas las ideas «modos» del entendimiento humano, aunque se apresura a aclarar que no todas tienen el mismo rango. Las adventicias o surgidas de la sensación son potencialmente engañosas, y las fácticas -reelaboradas a partir de otras ideas- pueden sugerir irrealidades como el unicornio. Pero hay también ideas innatas, que si bien forman parte del entendimiento están allí exactamente como estaban los eidos platónicos en la esfera supraceleste. De esta índole parece que sólo hay en principio dos: pensamiento y ser. Por otra parte, es también innata la idea de determinación o finitud, que evoca la de un infinito. Según Descartes, no se trata de una idea adventicia (pues nadie tiene una «sensación» de lo infinito) y tampoco una idea factice o elaborada a partir de otras ideas, pues lo infinito no deriva de levantar los límites sino que, a la inversa, los límites son una operación de acotar lo ilimitado. Por consiguiente, Dios existe como idea innata en el cogito.

Toda esta deducción –abordada en las Meditationes de prima philosophia (1641)- nos sume en algo parecido al estupor, pues tras haber propuesto que las ideas derivan del entendimiento, y haber repetido que el escolasticismo es una pseudofilosofía, Descartes se lanza a la cuestión de precisar si esa idea de lo infinito lleva consigo su existencia, y recurriendo a premisas escolásticas (concretamente al argumento del primer escolástico San Anselmo) responde afirmativamente. Ya Tomás de Aquino había objetado que de la pura idea (un ser dotado de infinitas perfecciones) no podía pasarse a la existencia real (un ser dotado con la «perfección» específica de la existencia), pero para el fundador de la filosofía moderna es imposible que la idea de un infinito no tenga “una causa proporcionada” a ella. Como mi idea de Dios «ha de ser» causada por Dios, Dios existe.

Pero si Dios existe —y si es infinitamente bueno y veraz también— no permitirá que yo me engañe creyendo que el mundo existe. Por lo mismo, el mundo existe. En realidad, no hay de ello más pruebas que la garantía divina. Toda esta parte de su reflexión quizá deba entenderse como una componenda entre el carácter conciliador de Descartes y la severidad de los tribunales eclesiásticos en la época. En 1625 la municipalidad de París condena con pena de muerte cualquier “ataque a la filosofía de Aristóteles” (el Aristóteles maquillado por Tomás de Aquino), en 1633 es condenado Galileo, y mientras Descartes vive en Holanda su cosmología –que ya empieza a ser enseñada en Leyden y otras universidades- recibe feroces críticas del reformado Voetius, sugiriéndole pedir la protección del Duque de Orange. Esto por no recordar precedentes atroces como Servet, Bruno y Vanini.

Resulta difícil hallar en la historia de la filosofía una secuencia deductiva tan brillante, tantos paralogismos reunidos y tanta falta de sentido crítico. La unidad del ser y el pensamiento, la reconciliación con la realidad que es la conciencia de sí del hombre, desemboca como acabamos de ver en un yo singular que reconoce el ser real sólo a través de las garantías ofrecidas por un buen Dios. Puede decirse, en consecuencia, que Descartes sigue aún dentro del tanque de privación sensorial representado por la famosa estufa donde se metió cuando andaba guerreando con los católicos bávaros contra infieles y herejes; y que al abrirse allí de repente un pequeño tragaluz quedó cegado por la súbita claridad del día, incapaz de discernir sino las sombras de las cosas.

Esto lo vemos cuando define después la substancia («aquella cosa que no necesita de ninguna otra para existir») repitiendo a Aristóteles textualmente, aunque extraiga dos consecuencias nada aristotélicas: a) Que substancia sólo puede haber una, la divina, espiritual y providente; b) Que absolutamente todo lo otro o el mundo entero se reduce a dos «cosas» (res) rigurosamente separadas desde siempre y para siempre: la extensión y el pensamiento. La síntesis propuesta como «yo» no sólo no representa síntesis real alguna, sino que para explicar cómo puedo mover un dedo necesito suponer órganos fantásticos como la glándula pineal, donde burbujas o glóbulos de cosa extensa se hacen misteriosamente consonantes con burbujas de cosa intelectual, como si llevar el problema a términos microscópicos pudiese resolver el defectuoso concepto básico.

Finalmente, la conciencia de si desemboca en un dualismo más estrecho aún que el platónico, donde lo sensible ni siquiera es propiamente córporeo o material sino pura extensión regida por leyes geométricas. La unidad inmediata de sí mismo, dicen las Meditaciones de filosofía primera, significa dar por «evidente» que «soy distinto de mi cuerpo y puedo existir sin él». La extravagancia de este “mí mismo” bien podría derivar también del clima inquisitorial, que rodea siempre a Descartes como una opresiva malla. 

Antonio Escohotado, Postulando la razón (Descartes), Génesis y evolución del pensamiento científico

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