La mort del treball.

forges

11. La crisis del trabajo

«El principio moral fundamental es el derecho de los hombres al trabajo [...] Según mi parecer, no hay nada más abominable que una vida ociosa. Ninguno de nosotros tiene derecho a algo semejante. En la civilización no hay sitio para gente ociosa.»
Henry Ford
«El capital es él mismo la contradicción en proceso [en tanto] que tiende a reducir el tiempo de trabajo a un mínimo, mientras que, por otro lado, pone el tiempo de trabajo como única medida y fuente de riqueza [...] Por una parte, en consecuencia, llama a la vida a todos los poderes de la ciencia y la naturaleza, así como de la combinación social y la circulación social, a fin de hacer la creación de riqueza (relativamente) independiente del tiempo de trabajo que haya exigido. Por otra parte, quiere medir esas enormes fuerzas sociales, así creadas, según el tiempo de trabajo y encauzarlas en los límites que se requieren para mantener como valor el valor ya conseguido.»
Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política, 1857-58
Después de la Segunda Guerra Mundial, por un breve momento histórico, pudo parecer como si la sociedad del trabajo en las industrias fordistas se hubiese consolidado como un sistema de «prosperidad eterna», en el que lo insoportable del fin absoluto coercitivo se pudiese aliviar de manera permanente con el consumo de masas y el Estado social. Aparte de que semejante idea fue siempre una fantasía democrática de parias, que sólo se refería a una pequeña minoría de la población mundial, también iba a quedar desacreditada en los centros. Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica, la sociedad del trabajo tropieza con su límite histórico absoluto.

Era de prever que se llegaría antes o después a ese límite. Porque el sistema de producción de mercancías adolece desde su nacimiento de una contradicción incurable. Por un lado, vive de chupar energía humana en cantidades masivas mediante la dilapidación de mano de obra en su maquinaria, cuanta más mejor. Por otro lado, la ley de la competitividad empresarial impone un crecimiento constante de la productividad, en la que la fuerza de trabajo humana se sustituye con capital en forma de conocimientos científicos.

Esta autocontradicción ya había sido la causa profunda de todas las crisis anteriores, entre ellas la atroz crisis económica mundial de 1929-33. Estas crisis, sin embargo, siempre se pudieron superar con mecanismos de compensación: cada vez que se alcanzaba una cima de productividad, después de un cierto tiempo de incubación y gracias a la expansión de los mercados a más estratos de compradores, se volvía a engullir, en términos absolutos, otra vez más trabajo del que antes se había eliminado por motivos de racionalización. El empleo de mano de obra por producto se reducía, pero en términos absolutos se producían más productos en una cantidad que permitía sobrecompensar esta reducción. Mientras que la innovación de productos superó a la innovación de procesos, se pudo traducir la autocontradicción del sistema en un movimiento de expansión.

El ejemplo más característico es el del coche: mediante las cadenas de montaje y otras técnicas de racionalización «científica» del trabajo (aplicadas por primera vez en la fábrica de coches de Henry Ford en Detroit) se reduce el tiempo de trabajo por coche al mínimo. A la vez el trabajo se densifica prodigiosamente, de forma que el material humano es mucho más esquilmado en el mismo lapso de tiempo.

De esta manera, se satisfacía en un grado mayor el hambre insaciable de energía humana del ídolo trabajo, pese a la producción en cadena racionalizada de la segunda revolución industrial del fordismo. Al mismo tiempo, el coche es el ejemplo central del carácter destructivo de los modos de producción y consumo altamente desarrollados de la sociedad del trabajo. En interés de la producción masiva de coches y del transporte individual masivo, se cubre de asfalto y se afea la naturaleza, se contamina el medio ambiente y, con indiferencia, se toma por normal que en las carreteras del mundo, un año sí y otro también, haga estragos una tercera guerra mundial no declarada, con millones de muertos y lisiados.

Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica se desvanece el anterior mecanismo de compensación mediante expansión. Aunque mediante la microelectrónica también se abaratan, por supuesto, muchos productos y se crean otros nuevos (sobre todo en el ámbito de la comunicación); por primera vez, el ritmo de innovación de procesos supera el ritmo de innovación de productos. Por primera vez, se elimina más trabajo por motivos de racionalización del que se puede reabsorber con la expansión de los mercados. Como consecuencia lógica de la racionalización, la robótica electrónica sustituye la energía humana y las nuevas tecnologías de comunicación hacen el trabajo innecesario. Se arruinan sectores y ámbitos enteros de la construcción, la producción, el marketing, el almacenamiento, la distribución e incluso de la gestión. Por primera vez, el ídolo trabajo se somete involuntariamente a sí mismo a una estricta dieta permanente. Y con ella pone las bases de su propia muerte.

Dado que la sociedad democrática del trabajo consiste en un autofinalista sistema madurado y autorregenerativo de consumo de mano de obra, dentro de sus formas no es posible introducir un cambio hacia la reducción generalizada del tiempo de trabajo. La racionalidad de la economía de empresa exige que, por un lado, masas cada vez más numerosas se queden «sin trabajo» de manera permanente y, de esta forma, se vean apartadas de la reproducción de su vida inmanente al sistema; mientras que, por otro, el número cada vez más reducido de «empleados» se vea sometido a unas exigencias de trabajo y de rendimiento tanto mayores. En medio de la riqueza reaparecen la pobreza y el hambre incluso en los propios centros capitalistas; una gran cantidad de medios de producción y campos de cultivo intactos permanecen en desuso; una gran cantidad de pisos y edificios públicos permanecen vacíos, mientras que la mendicidad aumenta sin parar.

El capitalismo se está convirtiendo en un espectáculo global para minorías. Empujado por la necesidad, el feneciente ídolo trabajo se está autofagocitando. En busca de alimento laboral restante, el capital hace saltar por los aires las fronteras de la economía nacional y se globaliza en una competencia de suplantación nómada. Regiones enteras se ven apartadas por las corrientes globales de capitales y mercancías. Con una ola sin precedentes históricos de fusiones y «compras no amistosas», las multinacionales se están armando para la última batalla de la economía de empresa. Los Estados y naciones desorganizados implosionan; los pueblos arrastrados a la locura por la lucha por la supervivencia, se lanzan a guerras de bandidaje entre ellos.

Grupo KrisisManifiesto contra el trabajo

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