Exigència de transparència i despolitització.

El Roto

El gran desafío de las actuales sociedades democráticas es no dejar tranquilos a sus representantes –a los que debe vigilar, criticar y, en su caso, sustituir- sin destruir el espacio público ni despolitizarlo. Está claro que no hemos conseguido este equilibrio y o bien nos abandonamos ciegamente en la competencia de quienes nos representan (como quieren, por diversos motivos, los tecnócratas y los populistas), o bien reducimos hasta tal punto la confianza y el margen de delegación que sometemos a la política al registro de la inmediatez (lo cual también tiene una versión tecnocrática inmediata, y populista, como gobierno de los sondeos, la política sometida a la demoscopia).

Hay una democracia que se reivindica como combate contra la política institucionalizada o representativa, pero que al mismo tiempo destruye los espacios que son necesarios para que podamos hablar de vida política. Esta despolitización indirecta puede comprobarse en la actual crisis de la representación, de lo que son buenos ejemplos ciertas reivindicaciones de democracia directa y plebiscitaria, o las exigencias de participación y transparencia cuando dejan de ser procedimientos de corrección de la democracia representativa y se presentan como candidatos para superarla.

Comencemos por la crisis de la representación, tan invocada últimamente, pero que forma parte, por cierto, de la normalidad política. La representación permite garantizar la pluralidad de lo político, lo que no ocurre con la democracia directa. En una sociedad compleja y diferenciada solo la representación consigue que una pluralidad de sujetos sea capaz de actuar sin anular esa pluralidad. En este sentido la representación no es un inconveniente sino una capacitación para que la sociedad actúe políticamente y al mismo tiempo garantiza el mantenimiento de su diversidad.

No hay fórmula alternativa frente a la democracia representativa que garantice mejor la eficacia, el pluralismo y la equidad. Pese al entusiasmo digital, los foros on line, por ejemplo, se caracterizan por una gran homogeneidad y una mayor presencia de posiciones extremistas. En general, la democracia directa es atractiva para el ciudadano pasivo, es decir, para quienes están poco interesados en exponer sus opiniones e intereses frente a otros en el espacio público y prefieren formas plebiscitarias de decisión, es decir, hacer valer su voluntad, sin filtros ni modulaciones deliberativas, en el sistema político.

Los plebiscitos son tan importantes en una democracia como incapaces de remplazar a los debates profundos y abiertos. Los plebiscitos reflejan peor la pluralidad de opiniones e intereses de una sociedad que las relaciones de representación. Esta imprecisión se debe a que reducen los procedimientos de decisión a posibilidades binarias, dentro de cuyo campo hay muchas posiciones heterogéneas que solo coinciden en el sí o el no. La democracia directa actúa así de un modo menos representativo que los procedimientos representativos de formación de opinión. Paradójicamente los partidarios de la democracia directa y los tecnócratas argumentan que la reducción a un código binario hace que la solución de un problema sea más transparente y menos ideológica, pero ambos simplifican el espacio de juego político, reducen las posibilidades de creatividad política e impiden ejercer la libertad de los matices.

Pensemos por un momento en la carrera meteórica del concepto de transparencia, en el que podemos encontrar, además de valores indiscutibles, algún efecto antipolítico. Dejemos que de sus virtudes se encargue la aclamación general: quisiera llamar la atención, sin embargo, sobre el trasfondo antipolítico que hay tras algunas formas en las que es exigida, que dan a entender que todo el problema de la política consiste en que los políticos esconden algo cuya desocultación resolvería nuestros problemas. Ojalá fueran así las cosas. El sistema político es más banal que ocultador de secretos  y aunque nos desvelara sus intimidades no habríamos disipado completamente las incertidumbres en las que nos desenvolvemos. El efecto indirecto de esta manera de pensar es dar entender que la política es algo que tiene que ver con objetividades y evidencias, donde en última instancia no hay nada que discutir. Así entendida, la transparencia es un concepto que recuerda a la exigencia pre-política de hechos objetivos. Este prejuicio objetivista está muy extendido a ambos extremos del arco ideológico, lo comparten los tecnócratas con los libertarios, los defensores de la autoridad de los expertos y los que sostienen que el pueblo no se equivoca, quienes lo confían todo a la autorregulación de los mercados o a la sabiduría de la multitud. Un espacio completamente transparente sería un espacio completamente despolitizado.


Daniel Innerarity, Democracia sin política, Claves de razón práctica, nº 236, septiembre/octubre 2014

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