A favor de les floretes.


Hace unas semanas Ángeles Carmona, Presidenta del Observatorio de Violencia Doméstica y de Género (pomposo título, vive Dios), declaró con seriedad talibánica que habría que “erradicar el piropo” porque “nadie tiene derecho a hacer en público un comentario sobre el aspecto físico de la mujer, aunque sea bonito y agradable”. Supongo que para cuando se publique este artículo ya habrán leído decenas de ellos sobre la cuestión, pues es vistosa y socorrida para los columnistas. Pero quizá se haya pasado por alto lo que a mí más me choca del razonamiento de Carmona: esa afirmación tajante de que “nadie tiene derecho a …” La jefa de ese Observatorio parece desconocer la existencia de algo llamado libertad de expresión. Es posible que nadie tenga derecho a insultar porque sí, ni a soltarle obscenidades a nadie, sea mujer o varón, por mucho que el tono sea admirativo. Pero ella lo ha dejado claro: “… aunque sea bonito y agradable”. Es decir, para ella nadie tiene derecho a hacerle a nadie un comentario sobre su apariencia, del tipo que sea, eso siempre equivale a “machismo”, “hostigamiento o acoso verbal”.

Yo me pregunto si, según su criterio, alguien tendría “derecho” a censurar el trabajo de nadie, o sus modales, o su actitud. Tal vez cualquier observación sobre el comportamiento o la falta de aseo de una persona (no sólo sobre su físico) resulte para ella una falta de respeto, una impertinencia, una intromisión, un menoscabo de esa persona, un atentado a su integridad. Puede que los escritores, cineastas, artistas en general, nos sintamos “intimidados”, “vejados” o “violentados” cuando recibimos una opinión negativa sobre lo que hemos hecho, que para algunos es tan “íntimo” como lo que más.Pero sucede que estamos en el mundo y que hemos hecho pública nuestra obra; que no la hemos guardado en un cajón; que cualquiera se permite juzgarla y nos tenemos que aguantar. Algo parecido nos ocurre con nuestra pinta cuando decidimos salir a la calle. Las calles están llenas de gentes a las que nos mostramos. Es frecuente que para transitar por ellas nos arreglemos, nos afeitemos o maquillemos, que no aparezcamos de la misma guisa que cuando estamos solos en casa. Si no lo hiciéramos así, y saliéramos en pijama y zapatillas, o sin peinarnos, o con ropa sucia de una semana, es probable que algunos transeúntes nos soltaran al pasar: “Se te ha olvidado traerte la cama”, o “Te voy a regalar una navaja de barbero”. Según Carmona, tampoco esos individuos tendrían “derecho” a hacernos llegar semejantes ofensas, porque cada uno es como es y va como le da la gana sin que nadie haya de opinar “en público” ni llamarnos la atención.

Y otro tanto se daría en el trabajo: ¿a santo de qué el jefe se va a permitir felicitarnos por la tarea bien hecha o criticar la mal hecha? También nos hiere que se valoren nuestras aptitudes, no digamos que nos indiquen con qué clase de atuendo nos debemos presentar en una oficina, o –más allá– en una recepción, una boda o un funeral. ¿Quién es nadie para comentarnos nada? A este paso desembocaremos en eso, tan delicada y fina se ha hecho la piel de la actual humanidad.

La imitación y copia de las represiones estadounidenses está acabando con toda espontaneidad y está llevando a que todo esté regulado, cuando no directamente prohibido, como en el Estado Islámico. A lo largo de los siglos la gente se ha manejado en la vida sin necesidad de recurrir para todo a la autoridad y a la justicia. Ante un requiebro simpático o inofensivo las mujeres han sabido fingir que no lo oían, o dar las gracias, o sonreír sin más, o incluso dar un corte, a su elección.

Conozco todavía a muchas a las que un piropo amable les alegra la jornada y les sube la autoestima, y lo mismo en lo que se refiere a varones, que también apreciamos un elogio o nos sentimos halagados por él. Hace ya treinta años, estando en Estados Unidos, observé que los piropos, no siempre bien vistos, resultaban admisibles si lo alabado era la ropa que alguien llevaba. Se juzgaba mal encomiar las piernas, pero no la falda. “Bonita blusa” venía a ser una forma de decirle a una mujer que le favorecía el busto o que estaba guapa con ella. Una vez, en un ascensor, una colega de la Universidad me preguntó qué colonia llevaba, porque olía muy bien. Me imagino que para Carmona eso fue vejatorio, y yo debería haberme sentido intimidado y violentado. Y no, me quedé más contento que unas pascuas, pensando que había acertado con la fragancia desconocida (Jordache, me acuerdo) que había escogido al azar. La gente anda escandalizada por un vídeo en el que, se dice, a una joven le sueltan barbaridades mientras camina por Nueva York. Lo he visto, y la interpretación es falsa: con la excepción de un par de sujetos que acompasan su paso al suyo y se ponen algo pesados (“¿No quieres hablar conmigo? ¿Demasiado feo para ti?”, es lo más “agresivo” que sale de sus bocas), casi todos los comentarios que la chica recibe son inocuos o incluso amables: “Que tengas un buen día, guapa”, o “Caray”. Es un ejemplo más (hablé de ello hace unos meses) de cómo se convence a la gente de que ve algo distinto de lo que ve.

En fin, no sé. Todavía recuerdo cómo se rió mi madre cuando un tipo, yendo ella con sus cuatro niños, le dijo al pasar: “Es usted lo más bonito que he visto, en pequeño”. Lo que tiene gracia y es amable, lo grato, lo que arranca una sonrisa o risa abierta, lo que a veces alegra el día, también eso hay que “erradicarlo”. Qué mundo antipático y hosco se nos quiere colocar.

Javier Marías, Mundo antipatiquísimo, El País semanal, 25/01/2015

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