La ciència del mal (Simon Baron-Cohen).

by Jonathon Rosen

La tragedia del avión estrellado de Germanwings nos sacudió a todos la mañana del martes 24 de marzo de 2015. Pero más impactante aún fue conocer que se trataba de un acto deliberado. Un joven piloto alemán decidió acabar con su vida junto con la de 150 personas más. Inmediatamente se abría un debate sobre la seguridad y el tipo de controles psicológicos que se realizan a los pilotos, ¿son estos suficientes y adecuados?, ¿podemos anticipar actos de este tipo?

Son preguntas con respuestas nada fáciles de aventurar. Al margen de su cuadro depresivo, se trata de uno de esos casos extraños en los que una persona aparentemente normal sorprende al mundo con un acto de extrema maldad. Nadie de su entorno lo habría imaginado. Pertenece a ese grupo de individuos para los cuales la psiquiatría actual no puede englobar dentro de ningún desorden específico, a menos que incluyamos uno nuevo en nuestro manual de diagnóstico: la maldad entendida como falta extrema de empatía de tipo negativo, que explica el neurocientífico Simon Baron-Cohen en su último libro. Convendrán conmigo que matar calculadamente a más de un centenar de personas (incluido bebés y adolescentes) requiere de apagar, al menos momentáneamente, los circuitos neuronales que nos permiten obrar con empatía, es decir, sin hacer daño a nadie.

Para Baron-Cohen (2012) y su explicación científica del mal, la falta de empatía alberga todas las claves que necesitamos para entender la crueldad. Bajo su modelo teórico, una persona carente de empatía no sería una persona neurotípica, aunque esta conservase intactas el resto de sus facultades mentales. Sin embargo, en la actualidad o bien una persona está mentalmente enferma o es mentalmente “normal”. Tal y como señala Haley (1996), la normalidad es lo que no tiene cabida en la Biblia de psiquiatras y psicólogos: el DSM o Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales. Es decir, en este manual la normalidad se definiría como lo opuesto a un trastorno mental. De este modo, si una persona ha cometido un terrible delito de sangre pero no encaja con ninguna de las categorías recogidas por dicho manual, entonces puede afirmarse que tiene sus facultades mentales intactas. Por decirlo de un modo más claro, si alguien ha asesinado a sus dos hijos, pero no sufre de ningún tipo de enajenación, se deriva que es una persona normal que ha de ir a prisión y no a un centro psiquiátrico, pues no precisa de ayuda especializada.

Pero esta visión técnica no encaja con nuestro sentido común, al menos nos es bastante difícil asumir y entender que alguien “normal” pueda realizar cometer crímenes atroces. Y, en estos casos, que los informes periciales no encuentren anomalías en las facultades mentales de los perpetradores no hace sino dejarnos aún más perplejos. Por fortuna, la propuesta de Baron-Cohen ofrece una solución a este problema al defender que cualquier persona incapacitada temporal o permanentemente para empatizar, hasta el punto de asesinar, no es alguien normal del todo no al menos desde el punto de vista psicológico. Para este neurocientífico británico, el mal no es sino una falta extrema, patológica y perjudicial de empatía. La denomina de “tipo negativo” para distinguirla de otros casos de falta de empatía que se asocian al trastorno de espectro autista y que serían de “tipo positivo”, pues no van asociados a la capacidad de hacer mal alguno; muy al contrario, se trata de sujetos que tienen dones y habilidades cognitivas muy especiales.

Un modelo médico y social que incluyese los desórdenes por falta de empatía negativa nos posibilitaría contar con una lectura más humanista y fidedigna de la capacidad de hacer daño. Además, aliviaría la tensión social que producen ciertos crímenes. Sin embargo, esta propuesta disiente de una afirmación comúnmente aceptada en psiquiatría, según la cual de los actos de una persona no puede juzgarse su mente. Según la visión de Baron-Cohen, este viejo dicho solo podría ser cierto en algunos estados de enajenación transitoria pero, por ejemplo, del asesinato a sangre fría sí que podría juzgarse que la mente planificadora y ejecutora carece de empatía. Lo cual, por cierto, no eximiría en absoluto de responsabilidad penal. Lo novedoso y relevante de este prisma, es que la maldad ya no puede ir de la mano de la normalidad.

Atreverse a cuestionar el concepto de normalidad psiquiátrica e introducir nuevos elementos no es un acto exento de dificultades. David Freides en su artículo seminal de 1960 señaló que no hay solución posible al problema de definir de manera satisfactoria el concepto de normalidad psicológica y que, por ello, todo esfuerzo por encontrarla podría resultar inútil. Otros autores que le precedieron en esta tarea se mostraron un poco más optimistas al respecto. Por ejemplo, Shoben (1957) propuso un modelo de ajuste integral que pone el énfasis en aspectos como el autocontrol, la responsabilidad social y personal, y la tenencia de ideales y consideraciones democráticas, entre otros aspectos. Por su parte, Hacker (2010) aboga por una definición pragmática, donde normalidad equivaldría a lo típico o medio estadísticamente hablando. Bartlett (2011) da un pasó más allá que Hacker y propone definir el concepto de normalidad que subyace en la mayoría de disciplinas médicas y psicológicas de la siguiente manera:
Normalidad psicológica es el conjunto de características afectivas, cognitivas y conductuales, típicas y socialmente aceptadas, que se derivan del grupo de referencia o mayoría social de una determinada población, y que en psicología clínica se usan para entender la desviación con respecto a lo normal y los desórdenes mentales (p. 10).
Barlett afirma que la normalidad, tal y como ha quedado definida arriba, sería inherentemente patológica, pues siguiendo a Hanna Arendt contiene en sí misma una predisposición a dañar a otros en determinados contextos. Es decir, cualquier persona “normal” es capaz de acciones tan bárbaras como las ocurridas en la Alemania nazi si las circunstancias así lo predisponen. La idea subyacente a la banalidad del mal de Arendt, al igual que el llamado “efecto Lucifer” de Zimbardo (2008) tiene sus partidarios y detractores.
Torturas de en la prisión de Abu Grhaib

Astutamente, Barlett pone su atención en un aspecto desapercibido para la mayoría: que precisamente aceptar esta idea implica abrazar un concepto de normalidad más que cuestionable. Es decir, las explicaciones de Arendt y de Zimbardo tratan de dar cuenta de cómo personas “normales” son capaces de cometer acciones anormales guiadas por las circunstancias. Por tanto, cualquier persona mentalmente sana puede en un momento dado actuar de manera maligna. Lo cual no parece ser un buen concepto para ser tomado como referencia en las ciencias de la salud.

La salida de Barlett a este problema es centrar la atención en aquellos individuos que, en las mismas circunstancias enfrentadas por sus congéneres, tratan de resistir el mal y combatirlo, a expensas de su propia vida. En estos individuos podríamos, en su opinión, encontrar las pistas adecuadas para definir el concepto de normalidad psicológica. Por otra parte, afirma que aceptar la definición de normalidad tradicional e identificarla con el concepto de salud mental implica validar la normalidad psicológica e invalidar las desviaciones. Lo cual resulta angustioso si admitimos que el ciudadano medio puede ser manipulado para producir comportamientos inhumanos. Además, en ocasiones las desviaciones pueden producir consecuencias más positivas que la propia normalidad.

Una salida a este atolladero sería reformular la definición de normalidad como el conjunto de características afectivas, cognitivas y conductuales, típicas y socialmente aceptadas que, en circunstancias no extremas o amenazadoras, permiten al individuo ser funcional y no causar daños a sí mismo o a terceros. De esta manera podríamos encontrar una explicación a la clase de sucesos de los que se ocupó Arendt y que Zimbardo reprodujo en un contexto experimental. Pero seguiríamos dejando la puerta abierta al mal, para insatisfacción de muchos, ya que muchos crímenes no se cometen bajo circunstancias extraordinarias o amenazantes. La propuesta de Baron-Cohen resuelve este hecho, ya que la falta de empatía es la única capaz de liderar acciones cruentas. Y, del mismo modo, la abundancia de empatía sería un rasgo que seguramente encontraríamos en la clase de individuos que le interesan a Barlett por su capacidad para no sucumbir a las circunstancias adversas. Es decir, la normalidad implicaría empatía y la anormalidad implicaría su ausencia.

Debemos recordar que todos nos situamos en un punto del espectro de empatía, y que la empatía cuenta también con mecanismos neuronalescircuitos de apagado-encendido. Antes de seguir avanzando es conveniente aclarar brevemente qué entendemos por empatía desde un punto de vista neuropsicológico. Hablamos de empatía cuando adoptamos un doble foco de atención mental en lugar de un foco individual. Es decir, cuando nos centramos en los contenidos mentales tanto propios como ajenos, en lugar de centrarnos exclusivamente en los contenidos mentales individuales. Este modo dual es el que nos permite identificar lo que una persona puede estar sintiendo o pensando, para responder así con una respuesta “emocional adecuada”. Implica, por tanto, una operación mental cognitiva de reconocimiento y otra afectiva de reacción. Varias expresiones populares han captado sabiamente la habilidad de poder imaginar y experimentar en carne propia cómo pueden sentirse los demás en un momento dado. En castellano se habla de “ponernos en la piel del otro”, mientras que en el mundo anglosajón se prefiere la metáfora de “ponerse en los zapatos de otra persona”. Lo cierto es que necesitamos estar expuestos al dolor o la alegría de alguien para reaccionar ante sus emociones.

Atendiendo a las diferencias individuales en empatía, podríamos encontrar que circunstancias extremadamente adversas, de vida o muerte, ocasionarían que ciertos individuos “apagasen” dicho circuito empático, mientras que otros en las mismas circunstancias guardarían intactos la capacidad de tener en cuenta a los demás. En ambos casos, se trataría de individuos que sí tienen empatía, aunque algunos de ellos la “interrumpiesen” momentáneamente. Pero un caso opuesto son los individuos que en circunstancias no extremas o dañinas cometen barbaridades. Dichos individuos tendrían, con total certeza, cero grados de empatía, es decir, serían personas “anormales” desde un punto de vista empático.

La empatía puede ser representada en una curva de Bell: esa famosa curva con forma de campana, donde la mayoría de los individuos se sitúan en la parte central, y unos pocos en los extremos por debajo y por encima de la media. Por ejemplo, en el caso hipotético de que nos administraran un cuestionario para medir nuestros niveles de empatía, la mayoría de nosotros obtendríamos puntuaciones cercanas a la media. Es decir, nos situaríamos en parte central de la campana. Unos pocos superempáticos obtendrían puntuaciones máximas y otros pocos obtendrían puntuaciones mínimas, colocándose ambos grupos en las colas de la curva. El grado cero sería el final del extremo más bajo. ¿Por qué esta cuestión es relevante? Muy sencillo, el “mal” podría ser explicable en términos de la posición que alguien ocupara en este espectro. No necesitaríamos, pues, un ser mitológico con cuernos en la cabeza. La maldad simplemente nacería de la falta más absoluta de empatía.
Los caprichos de Goya
Algunos creemos que este aspecto es vital porque nos permite entender qué es lo que lleva a otros seres humanos a protagonizar formas extremas de violencia. Así podríamos entender mejor por qué alguien estrella a sangre fría un avión repleto de pasajeros o por qué un padre o una madre pueden llegar a asesinar a sus hijos simplemente para destruir a una expareja. Estaríamos frente a desórdenes de empatía cero-negativa que alberga en sí misma la capacidad de dañar al prójimo, la capacidad de desconectar ese modo dual y quedarse en un modo individual incapaz de sentir a los demás.

Antes comentábamos que un debate que se ha abierto a raíz de la tragedia de avión de Germanwings son los controles psicotécnicos que se realizan a los pilotos. Los test psicológicos funcionan hasta que no lo hacen. Lo cierto es que, mal que nos pese, el riesgo de “engañar” a un test es alto. Pero contamos con métodos de imagen cerebral que son difíciles de engañar. Y las anomalías en los circuitos empáticos pueden apreciarse en este tipo de pruebas. Sin embargo, no los aplicamos en trabajos donde someterse a un test de salud mental es un requisito obligatorio debido a que se tiene bajo la responsabilidad de uno la vida de cientos de personas. La razón o el porqué se me escapa. Supongo que a muchos podría sobrevolarle el fantasma de una sociedad que exigiera de sus ciudadanos una huella cerebral para usarla como medida de control. Pero imágenes de ciencia ficción aparte, se trata de sustituir en los casos que ya se aplican controles voluntarios un instrumento de papel por otro de técnicas de neuroimagen.

Desconozco si como sociedad estamos preparados para acoger debates neuroéticos como los que introduce Baron-Cohen en su obra sobre las raíces del mal, desde la inclusión de un nuevo tipo de desorden a cómo hacer frente al mismo. Solo sé que Aristóteles consideraba la maldad como el reverso de la gracia, y que la doctrina cristiana primitiva se situaba en esta misma línea al creer que el hombre bueno saca su bondad del depósito de su corazón, mientras que el malvado hace lo propio con la maldad (Lucas, cap. 6, vs 45, citado en Schopenhauer, 1841/2007, p. 298). Sustituyendo la palabra corazón por el cerebro, y mal por falta de empatía, algunos simpatizamos con estas palabras.

Como sociedad tenemos mucho que ganar si avanzamos en el entendimiento de una de las cualidades que nos deshumaniza. Y para ese entendimiento necesitamos deshacernos de clichés, ya sean ideológicos o profesionales. Solo así sería posible abrazar el sentido común y la verdad aséptica, sea esta o no de nuestro agrado. En ello nos va nuestra capacidad de protegernos frente a los peligros que plantea la convivencia en grupos sociales grandes y complejos. Lo cierto es que el mal existe, no en su forma demoniaca, sino en su forma humana. Además, convive con nosotros y, en algunos casos, bastante cerca, en nuestro entorno más inmediato. ¿No vale la pena conocerlo y avanzar en su conocimiento científico? ¿Pueden soñar ustedes con una sociedad donde podamos prevenir la maldad y educar a ciudadanos para que sean más sensibles y empáticos? Sería una sociedad mucho más segura de la que conocemos actualmente, donde los lobos solitarios, suicidas asesinos y otros sujetos poco deseables quizás tendrían más dificultades para campar a sus anchas.

Ana León Mejía, La falta de empatía o las alas del mal, cultura 3.0, 13/04/2015

Referencias bibliográficas

Bartlett, S.J. (2011). Normality Does Not Equal Mental Health: The Need to Look Elsewhere for. Santa Barbara: ABC-CLIO, LLC.
Baron-Cohen, S. (2012). The Science of Evil: On Empathy and the Origins of Cruelty. Basic Books.
Freides, D. (1960). Toward the elimination of the concept of normality. Journal of Consulting Psychology, Vol 24(2), 128-133.
Haley, J. (1996). Learning and Teaching Therapy. New York: Guildford Press.
Shoben, E.J. (1957). Toward a concept of the normal personality. American Psychologist, Vol 12(4), 183-189.
Schopenhauer, A (1841/2007). Los dos problemas fundamentales de la ética. Madrid: Siglo XXI.

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