La necessitat del dubte.



Supongamos que alguien plantease, al menos como hipótesis, la posibilidad de que afirmaciones del tipo “Sé que aquí está mi mano”, “La tierra existe desde mucho antes de mi nacimiento” o “Sé que tengo un cuerpo” pueden llegar a mostrarse como falsas; y ello en la medida en que, siguiendo la posibilidad delineada por la hipótesis cartesiana del genio malingo, podemos considerar que incluso nuestra capacidad de cálculo y demostración incorpora en su propio seno la posibilidad del error. Wittgenstein nos lo propone en estos términos: 
“Si alguien supusiera que todos nuestros cálculos son inciertos y que no podemos fiarnos de ninguno de ellos (con la justificación de que los errores son siempre posibles) quizá lo tomáramos por loco. Sin embargo, ¿podríamos decir que está equivocado?” Sobre la certeza, §217.
Si allí donde llevamos a cabo el más sencillo de los cálculos matemáticos, la más sencilla de las deducciones, es todavía posible la presencia del error posteriormente comprobado, ¿por qué no podríamos suponer que hemos cometido un error en todas aquellas ocasiones en que hasta ahora hemos querido revisar la veracidad de todas las proposiciones que sostenemos como verdaderas? Todavía peor, ¿cómo podemos asegurar que la propia revisión de nuestros cálculos no incorpora en sí misma también el error, de manera que nunca podamos estar ciertos de ninguna demostración en la medida en que la revisión de esa demostración podría ser también falible? Descartes estableció como uno de los pasos de su método deductivo la necesaria revisión de todo lo deducido y afirmado anteriormente, de manera que un error producido en un paso anterior fuese descubierto antes de que afectase a los siguientes pasos. Pero, ¿y si la revisión destinada a descubrir ese error también fuese falible, también pudiera equivocarse? “¿Se puede desprender de una regla en qué circunstancia queda excluido lógicamente el error en la utilización de las reglas del cálculo? ¿De qué serviría semejante regla? ¿No podríamos equivocarnos (otra vez) en su aplicación?” (Ibid.,§26)

Evidentemente, en la medida en que la persona que estuviera planteando esta hipótesis estaría suponiendo la posibilidad del error en conocimientos y juicios que el resto sostenemos como verdaderos, incluso como evidentes en grado sumo, nuestra primera reacción consistiría en rechazar dicha posibilidad considerándolo como un perturbado mental que no es capaz de alcanzar a comprender, tal y como hacemos nosotros, la verdad de esos conocimientos y juicios.

Sin embargo, ocurre que si intentásemos mostrarle a ese perturbado mental la insensatez de su planteamiento, nos sorprenderíamos a nosotros mismos en una situación en la que comprobaríamos aterrados nuestra incapacidad para poder convencer a ese perturbado de su error. Para nosotros, su hipótesis carece de sentido, y consideramos imposible que pueda convencernos de ella; pero, en sentido inverso, nosotros tampoco somos capaces de demostrarle por qué está equivocado.

Para nosotros, esa persona, ese escéptico, es un perturbado mental por sostener la posibilidad de que nos equivoquemos allí donde más confianza depositamos, y por ser incapaz de convencernos acerca de los motivos por los que tuviéramos que creerle. Pero si ese escéptico, planteada la situación al revés, nos exigiese a nosotros una prueba de su error y de nuestro acierto, nos encontraríamos en la vergonzosa situación de no ser capaces de ofrecerle una prueba equivalente a la que nosotros le exigimos a él, distinta a la insuficiente manifestación que implican afirmaciones del tipo “Lo sé” o “Es evidente para mí”.

Pongamos el ejemplo de la mano con el que Moore se enfrenta al escéptico. Como es sabido, Moore parte, en su defensa del sentido común como criterio último de verdad, de la existencia de un conjunto de proposiciones que todos aceptamos, aparentemente sin cuestionamiento alguno, como verdaderas. Proposiciones de este tipo son: “En este momento estoy vivo”, “al nacer mi cuerpo era más pequeño de lo que es ahora”, “la Tierra existe desde mucho antes de mi nacimiento”, “sé que aquí está mi mano”, “existen otras personas además de mí que también tienen cuerpo”, etc. Lo característico de estas proposiciones es que, al sostener su verdad, no exigimos ninguna comprobación empírica de ésta; más bien al contrario, nos comportamos con ellas como si esa comprobación no fuera en absoluto necesaria. Lo cual puede deberse, o bien a que es sumamente sencillo efectuarla, o, a la inversa, a que es imposible.

“Puedo probar ahora, por ejemplo, que existen dos manos humanas. ¿Cómo? Levantando mis dos manos y diciendo, a la vez que hago un gesto con mi mano derecha, «Aquí hay una mano», y añadiendo, mientras hago un gesto con la izquierda, «y aquí hay otra».” Moore, “Prueba del mundo externo”.

Todos nosotros somos capaces de afirmar, respecto de nuestras propias manos, “Sé que esto es una mano”; pero si alguien nos pidiese una demostración de por qué estamos convencidos de que sabemos que esto es una mano, después de muchos intentos infructuosos remitiéndonos a lo que entendemos por mano y a la veracidad de nuestros sentidos, sólo podríamos, finalmente, responderle afirmando “Sé que esto es una mano”. Es decir, sabemos que tenemos manos, pero cuando intentamos comprobar qué es una mano y cómo llegamos a ese conocimiento, nuestra única respuesta legítima es, simple y llanamente, que sabemos que eso es una mano.

Esto es así porque el juicio según el cual consideramos que esto es una mano es tomado por nosotros como siendo tan fundamentalmente verdadero como cualquier otra prueba o demostración que pudiéramos ofrecer para probar esa verdad.

“Que tenga dos manos es, en circunstancias normales, algo tan seguro como cualquier otra cosa que pudiera aducirse como evidencia al respecto. Ésa es la razón por la que no puedo considerar el hecho de que veo dos manos como una evidencia de ello.” Wittgenstein, Sobre la certeza, §250.

En este punto la demostración de nuestro saber acerca de nuestras manos se movería en un círculo vicioso en el que la verdad de aquello que pudiera demostrar la verdad de nuestro juicio sobre nuestras manos no podría recibir más crédito que el que le ofrecemos ya de entrada a ese juicio. Que sabemos que tenemos manos, y que sabemos dónde están y por qué son manos, es tan inmediatamente evidente, que ninguna prueba ulterior ni ningún otro juicio de conocimiento podrá recibir nunca una credibilidad mayor a la que ya le ofrecemos al juicio “Sé que esto es una mano” que pretendemos justificar. Con ello quedaría anulada la posibilidad de una demostración de la verdad de ese juicio básico, verdad que el escéptico quiere poner en duda.

Quedaría aún, no obstante, el clásico recurso a laevidencia intuitiva de esa verdad, a la imposición ante nuestra conciencia de la verdad de ese juicio. En efecto, clásicamente se ha recurrido a la evidencia manifiesta de un conocimiento como el núcleo o condición suficiente para considerarlo como verdadero. Así, el principio de identidad “A=A” es un claro ejemplo de una proposición cuya evidencia de verdad es autosuficiente, lo que mueve a la lógica a plantearlo como ley lógica que no requiere demostración.

Por este camino, podríamos considerar que todas las proposiciones pertenecientes al conjunto señalado por Moore son consideradas por nosotros como verdaderas en virtud de la evidencia con la que dicha verdad se presenta ante nuestra conciencia, hasta el punto de que podríamos defender que todos nosotros las consideramos como verdaderas porque todos nosotros somos capaces de una mirada estimativa que comprueba esa verdad de la que el escéptico estaría privado. En este sentido, frente a la alternativa que proponíamos anteriormente, según la cual la comprobación de la verdad de estas proposiciones no era exigida, o bien por ser sumamente sencilla, o bien por ser imposible, la posición sustentada en la defensa de esa evidencia intuitiva se acoge, entonces, a la primera de las opciones.

Sin embargo, resulta que si queremos considerar la situación por este camino no podemos más que estrellarnos contra nuestras propias pretensiones. Porque del hecho de que todos consideremos algo como verdadero no se sigue que lo sea por necesidad. E incluso se presenta la curiosa anomalía de que no todos lo consideramos como verdadero, puesto que existen ciertas personas, los escépticos, que niegan esa verdad. Y si nosotros somos capaces de enfrentarnos a ellos aportando el argumento de la evidencia intuitiva de esa verdad es precisamente porque lo hacemos aliándonos con aquellos que no requieren de ser convencidos por nosotros porque ya aceptan igualmente esa evidencia. Es, por decirlo así, como si nosotros ya estuviéramos del lado de una comprobación que no somos capaces de exteriorizar, de objetivar, pero sobre cuya validez pretendemos mostrar el error del escéptico.

Finalmente, si la verdad de esos conocimientos y juicios que el escéptico pone en duda, y que nosotros, en cambio, sostenemos a pesar de no disponer de pruebas suficientemente legítimas para ello, depende, en último término, de una justedad de la consideración, de una claridad y distinción en la mirada estimativa, entonces nada podemos ofrecerle al escéptico para sacarle de su error más allá de nuestra persistencia en que sabemos con verdad esas cosas, y en que él mismo podrá comprobar su verdad por su propia cuenta si las valora y juzga como nosotros.Es decir, si deja, precisamente, de ser escéptico y se pasa al bando de los creyentes. 

“Pero, ¿cómo es posible mostrar a alguien que sabemos no sólo las verdades sobre los datos de los sentidos, sino también otras cosas? Puesto que, evidentemente, no basta con que alguien nos asegure que él lo sabe. ¿De dónde se tendría que partir, pues, para mostrar eso?” Ibid, §426.
En la quinta de sus Investigaciones lógicas, Husserl desarrolla toda una teoría de la verdad que se fundamenta, en último término, en la validez de aquello que se manifiesta puramente ante la conciencia y que es comprobado por ésta como evidente. Y en sus Ideas I llega a plantear, confiadamente, como «principio de todos los principios» la necesidad de partir de aquello que se manifiesta en la conciencia a la hora de demostrar la verdad de todos nuestros juicios y conocimientos. Sin embargo, por muy válidos que sean estos planteamientos, presentan en último término la deficiencia de la incomunicabilidad radical de los fenómenos de nuestra conciencia, o, por decirlo de otro modo, la dificultad de salvar el abismo abierto en la comunicación de los fenómenos por el hecho de que la verbalización de los fenómenos de conciencia suponga un nuevo fenómeno, que no se limita a objetivar el fenómeno original que pretende comunicar, sino que lo transforma en un nuevo fenómeno a fuerza de querer exteriorizarlo. De este modo, enfrentado al escéptico hipotético en una situación como la planteada aquí por nosotros, Husserl se encontraría reducido igualmente a la única opción de esperar por parte de su adversario una claridad y distinción contemplativa semejante a la nuestra.

Llegados a este punto, en el que comprobamos avergonzados que nuestra capacidad para demostrarle al escéptico la verdad de nuestro planteamiento es equivalente a la que él dispone para demostrarnos la verdad del suyo, quizá encontremos la solución para sobreponernos a su hipótesis destructiva haciendo el planteamiento inverso, y comprobando, no en qué medida tenemos derecho a considerar como verdaderas las proposiciones que así consideramos, sino qué podría llevarnos a dudar de ellas.

¿Cómo puede llegar a introducirse la duda en el juego de nuestros conocimientos? ¿Qué acontecimiento o fenómeno puede ser suficiente para llevarnos a dudar de aquello que sostenemos con mayor seguridad? Prescindimos aquí, por supuesto, de la simple posibilidad de dudar de ello, ya que, en la medida en que dicha posibilidad está siempre presente, por ello mismo lo está ya cuando consideramos esos juicios y conocimientos como verdaderos. Por otra parte, una posibilidad tan simple como ésa no parece suficiente como para llevarnos a dudar acerca de la verdad de los conocimientos más básicos y fundamentales de nuestra existencia. Se trata, por el contrario, de comprobar en qué medida sería posible dudar de los conocimientos más ciertos, en qué medida tendría sentido dudar de ellos.

Atendamos a las proposiciones más fundamentales de la matemática como ejemplo de algunos de los conocimientos que sostenemos como más indubitables por ser evidentemente verdaderos; por ejemplo, a la proposición “2+2=4”. Desde el origen de las matemáticas, esta proposición ha sido considerada como una verdad completamente necesaria; de manera que si se comprobase que algo así de cierto fuera finalmente falso, entonces no tendría sentido nada de lo que conocemos, y el escepticismo radical sería nuestra única posición coherente. Tal es el grado de evidencia de su verdad, que incluso aunque estuviéramos soñando, y nada de lo que viésemos fuera real, seguiría siendo cierto que 2+2=4.

“Donde hay una intuición de un estado de cosas esencialmente necesario y absolutamente cierto no tiene sentido la observación de un ser real. El que sea yo víctima de la fantasía o de una alucinación, o esté soñando o percibiendo realmente, es estrictamente irrelevante para la realidad de un estado de cosas necesario. (…) Que el color naranja esté o no aquí y ahora presente en realidad es irrelevante para la realidad del estado de cosas «el naranja está entre el rojo y el amarillo». Para captar la verdad de este estado de cosas se me tiene que dar el «ser-así» del color naranja, su esencia. Sin embargo, no se me tiene que dar la existencia real del color naranja.” Dietrich von Hildebrand, ¿Qué es filosofía?, pág. 77.

Los filósofos pretenden deducir de esa necesidad evidente la existencia de verdades universales y necesarias independientes de nuestros juicios, las cuales, por ello mismo, nunca pueden ser puestas en duda. A su vez, sirviéndose de verdades como “2+2=4” los hombres han llevado a cabo muchas cosas importantes: han construido puentes que unen ciudades, desarrollado tecnologías que facilitan la existencia humana, controlado y redirigido fuerzas de la naturaleza, etc. Y ello con la confianza en la verdad de esas proposiciones, y convencidos de que el éxito de sus empresas ratificaba la independencia universal y necesaria de esas verdades respecto a nuestro intelecto.

Siendo esto así, supongamos, aceptando la posibilidad del error planteada por el escéptico, que en el futuro llegara a descubrirse, del modo que sea, que la verdad de “2+2=4” depende, en último término, de la decisión de los hombres de construir un sistema matemático en el que, efectivamente, dos unidades sumadas a otras dos unidades resultara cuatro unidades; dicho de otro modo, que se comprobase que, después de todo, la verdad de “2+2=4” no era tan independiente de los intelectos que la pensaban, y que, en ese sentido, una proposición de ese tipo bien podría ser falsa tomada en términos absolutos y sólo verdadera en relación a aquellos que creen efectivamente que 2+2=4 (es decir, justamente para aquellos que ya confiaban en esa verdad).

Si algo así llegara a ocurrir, estaríamos entonces en una situación semejante a en la que nos encontrábamos anteriormente cuando intentábamos fundamentar la verdad de nuestros conocimientos en la evidencia con la que estos se presentaban como verdaderos ante nuestra conciencia. La diferencia reside en que en esta ocasión hemos llegado a esa situación por el camino inverso, pues en esta situación se habría comprobado que nosotros, que ya considerábamos la proposición “2+2=4” como evidente de suyo, estábamos, finalmente, equivocados, y que eran los escépticos, los que dudaban de su verdad, y que, al hacerlo, nos parecían perturbados mentales, los que estaban en lo cierto.

¿De qué modo afectaría un descubrimiento así a los logros de la ciencia humana, al desarrollo de nuestro conocimiento? ¿Se caerían los puentes construidos sobre la verdad de “2+2=4”? ¿Se destruirían las presas que retienen la titánica fuerza del agua, arrasando ciudades enteras? ¿Por qué habría de pasar algo así, si hasta ese momento esos puentes y esas presas funcionaban perfectamente incluso aunque “2+2=4” no fuera, al final, cierto?

Hasta el momento de tan terrible descubrimiento los hombres nos habríamos desenvuelto epistemológicamente desde la verdad de “2+2=4” sin ningún problema, y habríamos ajustado todos los conocimientos considerados por nosotros como verdaderos a la verdad de esa proposición y de otras proposiciones fundamentales semejantes. De manera que todo lo que hacemos y todo lo que seríamos capaces de demostrar y descubrir habría estado siempre dependiendo sin ningún tipo de problema sobre la verdad de esas proposiciones.

Ahora, en nuestra situación futura hipotética, esas proposiciones se demostrarían como falsas; y, sin embargo, difílcimente negaríamos, incluso en esa situación, que los puentes, las presas y los satélites espaciales construidos en base a ellas siguieran funcionando sin ningún tipo de problema. Pues sería absurdo que el correcto sostenimiento de un puente de pronto colapsase sólo porque una mente humana comprobase el error del cálculo que lo explica.

Esto implica que el descubrimiento de nuestro error a la hora de percibir o juzgar la verdad de esas proposiciones fundamentales no resultaría, finalmente, en ningún momento suficiente como para que el resto del edificio se revelase como completamente improductivo. Por lo tanto, tal descubrimiento sería considerado por nosotros como un error garrafal a nivel epistemológico, exigiéndonos reelaborar nuestras consideraciones en cuestión de teoría de la verdad y teoría del juicio, pero sus efectos a nivel de desarrollo de los conocimientos y de su aplicación práctica no serían tan devastadores como podríamos suponer en un primer momento, hasta el punto de que, de hecho, podrían llegar a ser nulos.

Podría suceder que el descubrimiento de tamaño fracaso científico moviese a los hombres a investigar y encontrar verdades realmente universales y necesarias, independientes de la ciencia humana por ser anteriores a ella; de modo que, en el futuro, se construyesen puentes y presas mejores en la medida en que estarían desarrollados en base a verdades reales, y no a partir de falsas verdades como “2+2=4”. Ello no conllevaría el colapso automático de toda la anterior ciencia, aunque sí podría implicar, en cambio, la eterna sospecha de que esa nueva ciencia también podría, el día de mañana, ser considerada como falsa.

Pero, ¿acaso esa posibilidad de duda no estaba ya presente antes? ¿No es siempre posible dudar de todo, incluso de aquello que consideramos como más seguro y fiable? Y, lo más importante: si esa duda es siempre posible, pero sus efectos son tan insignificantes como los efectos producidos por el descubrimiento de nuestro error en el caso hipotético anterior, ¿por qué tendríamos en absoluto que llegar a planteárnosla? ¿Resulta realmente suficiente a la hora de plantear la duda acerca de nuestros conocimientos la consideración de que esa duda es posible si el descubrimiento de la legitimidad de esa duda a partir de la comprobación del error no conlleva, al final, efectos suficientes sobre nuestro conocimiento como para ponerlo en peligro desde el principio? Y, a la inversa, ¿significa ello que cada verdad aceptada, por ejemplo las verdades de la física o de la astronomía, debe ser tomada realmente como verdad, y no simplemente como una hipótesis momentáneamente aprobada ante la imposibilidad de una demostración o refutación definitivas?
“¿Puedo predecir que los seres humanos nunca cambiarán las actuales proposiciones del cálculo matemático, que nunca dirán que en cierto momento ya saben definitivamente cómo son las cosas? Ahora bien, ¿justificaría eso una duda por nuestra parte?” Wittgenstein, Sobre la certeza, §652.

Miguel Ángel Bueno Espinosa, ¿Hasta dónde tiene sentido dudar o no de una verdad? Una propuesta práctica inspirada en 'Sobre la certeza' de L. Wittgenstein, Senderos de filosofía, 25/05/2015

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