El dissenyador cec (Richard Dawkins),
La biología es el estudio de las cosas complejas que dan la impresión de
haber sido diseñadas con un fin. La física es el estudio de las cosas simples
que no nos incitan a invocar un diseño deliberado. A primera vista, objetos
hechos por el hombre, como los ordenadores y los coches, parecen excepciones.
Son complejos y están, obviamente, diseñados con una finalidad, sin embargo
carecen de vida y están hechos de metal y plástico en lugar de carne y hueso.
La mayoría de nosotros no entendemos cómo funciona un avión. Probablemente,
sus constructores tampoco lo entienden en su totalidad: los expertos en motores
no comprenden del todo la problemática de las alas, y los expertos en alas
conocen los motores sólo de forma vaga. Los expertos en alas tampoco entienden
de lo suyo con una precisión matemática absoluta: pueden predecir cómo se
comportarán unas alas en condiciones de turbulencia, analizándolas en un túnel
de aire o mediante una simulación en un ordenador; más o menos lo que podría
hacer un biólogo para entender la mecánica de un animal. Pero, a pesar de lo
incompleto de nuestra comprensión sobre cómo funciona un avión, todos sabemos
cómo se originó. Fue diseñado por unas personas en una mesa de dibujo. Después,
otras personas fabricaron las piezas a partir de tales dibujos, y luego muchas
más personas (con ayuda de máquinas diseñadas también por personas),
atornillaron, remacharon, soldaron y encolaron las piezas, colocando cada una
en su sitio correcto. El proceso por el cual se originó un avión no es fundamentalmente
misterioso para nosotros, porque lo construyeron seres humanos. Colocar piezas
de forma sistemática para ejecutar un diseño con una finalidad es algo que
conocemos y comprendemos bien, porque lo hemos experimentado de manera directa,
aunque sólo haya sido con nuestros juegos infantiles de construcciones.
¿Qué pasa con nuestros cuerpos? Cada uno de nosotros es una máquina, como
un avión, sólo que mucho más compleja. ¿Fuimos también diseñados en una mesa de
dibujo, y nuestras piezas fueron ensambladas por un hábil ingeniero? La
respuesta es no. Es una respuesta sorprendente, y la conocemos y comprendemos
sólo desde hace alrededor de un siglo. Cuando Charles Darwin explicó este concepto por primera vez, mucha gente
no quiso, o no pudo, entenderle. Yo mismo rehusé decididamente creer la teoría
de Darwin cuando la oí por vez
primera, de niño. A lo largo de la historia, hasta la segunda mitad del siglo XIX,
casi todo el mundo creía con firmeza en lo contrario: la teoría del Diseñador
Consciente. Mucha gente todavía cree en una creación divina, quizá porque la
verdad, la explicación darwiniana de nuestra propia existencia, no forma parte
aún (lo que resulta curioso) de los programas de educación. Y por ese motivo
aún hay gente que no la entiende.
William Paley, teólogo del siglo XVIII es el autor de Theology — or Evidences of the Existence and
Atributes of the Deity Collected from the Appearance of Nature (Teología Natural,
o pruebas de la existencia y atributos de la divinidad recogidas a partir de
los aspectos de la naturaleza), publicada en 1802, es la exposición más
conocida del «argumento del diseño», el argumento que más ha influido para
demostrar la existencia de Dios. Es un libro que admiro en gran medida, porque
en su tiempo su autor obtuvo éxito haciendo lo que yo trato de hacer ahora. Él
tenía una idea que expresar, creía firmemente en ella y no ahorró esfuerzos
para expresarla con claridad. Sentía un respeto peculiar por la complejidad del
mundo de los seres vivos, y observó que requería un tipo de explicación muy
especial. En la única cosa en que se equivocó —y hay que admitir que no es un
aspecto menor— fue en la explicación misma. Dio la tradicional respuesta
religiosa al enigma, pero la articuló de manera más clara y convincente que
cualquier otro antes que él. La verdadera explicación, sin embargo, era
totalmente distinta, y tuvo que esperar la llegada de uno de los pensadores más
revolucionarios de todos los tiempos: Charles
Darwin.
Paley comienza su Teología
Natural con un famoso pasaje:
Supongamos que, al cruzar un páramo, mi pie tropieza con una piedra, y se me pregunta cómo ha llegado esa piedra hasta allí; probablemente, podría contestar que, por lo que yo sabía, había estado allí desde siempre: quizá tampoco hubiera sido fácil demostrar lo absurdo de esa respuesta. Pero supongamos que hubiese encontrado un reloj en el suelo, y se me preguntase qué había sucedido para que el reloj estuviese en aquel sitio; no podría dar la misma respuesta que antes, de que, por lo que yo sabía, el reloj podía haber estado allí desde siempre.
Paley aprecia aquí la diferencia entre los objetos
físicos naturales, como las piedras, y los objetos diseñados y fabricados, como
los relojes. Continúa exponiendo la precisión de los engranajes y muelles de un
reloj, y la complejidad con que están montados. Si encontráramos en un páramo
un objeto similar a un reloj, aunque desconociéramos cómo se originó, su
precisión y la complejidad de su diseño nos forzarían a concluir
que el reloj debió de tener un fabricante: que debió de existir en algún momento, y en algún lugar, un artífice o artífices, que lo construyeran con una finalidad cuya respuesta encontramos en la actualidad; que concibió su construcción, y diseñó su utilización.
Nadie podría disentir razonablemente de esta conclusión, insiste Paley, aunque eso es justo lo que en
realidad hace el ateo, cuando contempla las obras de la naturaleza, ya que
cada indicación de inventiva, cada manifestación de un diseño inteligente que existe en el reloj, existe en las obras de la naturaleza; con la diferencia, por parte de éstas, de ser tan excelsas o más, y en un grado que supera todo cálculo.
Paley ilustra sus tesis con descripciones bellas y reverentes
del mecanismo de la vida, que disecciona, comenzando con el ojo humano, uno de
los ejemplos favoritos que Darwin
usaría luego. Paley compara el ojo
con un instrumento diseñado como el telescopio, para concluir que «existen
exactamente las mismas pruebas de que el ojo fue hecho para la visión, como de
que el telescopio fue hecho para ayudarle en su función». Por tanto, el ojo
debe haber tenido un diseñador, de la misma forma que lo tuvo el telescopio.
El argumento de Paley está
formulado con una sinceridad apasionada e ilustrado con los conocimientos
biológicos más avanzados de su tiempo, pero es erróneo, clamoroso y
rotundamente erróneo. La analogía entre el telescopio y el ojo, entre un reloj
y un organismo vivo, es falsa. Aunque parezca lo contrario, el único relojero
que existe en la naturaleza son las fuerzas ciegas de la física, aunque
desplegadas de manera especial. Un verdadero relojero tiene una previsión:
diseña sus engranajes y muelles, y planifica las conexiones entre sí, con una
finalidad en mente. La selección natural, el proceso automático, ciego e
inconsciente que descubrió Darwin, y
que ahora sabemos que es la explicación de la existencia y forma de cualquier
tipo de vida con un propósito aparente, no tiene ninguna finalidad en mente.
Carece de mente e imaginación. No planifica el futuro. No tiene ninguna visión,
ni previsión, ni vista. Si puede decirse que cumple una función de relojero en
la naturaleza, ésta es la de relojero ciego.
David Hume, se ha dicho a veces que el gran filósofo escocés
disponía del argumento del diseño un siglo antes que Darwin. Pero lo que Hume
hizo fue criticar la lógica de usar el aparente diseño de la naturaleza como
prueba positiva de la existencia de un Dios. No ofreció ninguna explicación
alternativa a este aparente diseño, pero dejó planteada la cuestión. Un ateo
anterior a Darwin podría haber
dicho, siguiendo a Hume: «No tengo
una explicación del complejo diseño biológico. Todo lo que sé es que Dios no es
una buena explicación, de manera que debemos esperar y rogar que alguien
ofrezca otra mejor». No puedo menos que intuir que esta postura, aunque
lógicamente sensata, debía de dejar una sensación de profunda insatisfacción, y
que aunque el ateísmo pudiera sostenerse de forma lógica antes de Darwin, éste hizo posible el ser un
ateo con plena satisfacción intelectual. Me gustaría pensar que Hume estaría de acuerdo, pero algunos
de sus escritos sugieren que subestimaba la complejidad y belleza del diseño
biológico. El joven naturalista Charles
Darwin podría haberle enseñado una o dos cosas al respecto, pero Hume llevaba muerto cuarenta años
cuando Darwin se matriculó en su
Universidad de Edimburgo.
Richard Dawkins, El
relojero ciego. Por qué la evolución de la vida no necesita ningún creador,
Tusquets Editores, Barna 2015
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