L'ètica com a excusa.

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Sería deseable que quienes controlan la gestión de los asuntos públicos dejaran en paz la ética y los derechos humanos en aquellos casos en los que sus motivaciones estén lejos de tan virtuosos objetivos. Nos entenderíamos mejor. Por ejemplo, hace algunas semanas el presidente de los Estados Unidos exhortaba al gobierno cubano a respetar los derechos humanos en la isla para normalizar las relaciones entre ambos países. No cabe duda de que en Cuba esos derechos necesitan un buen repaso: no se puede perpetuar durante décadas un sistema surgido en 1959 de una revolución violenta contra un dictador y que hoy está reclamando reformas que no acaban de llegar. Pero que esas inquietudes éticas provengan del presidente de un país que, entre otras cosas, mantiene durante años en Guantánamo a más de noventa prisioneros sin que pese sobre ellos ninguna acusación penal, sin que puedan acogerse al habeas corpus (cuyo origen se remonta al derecho romano) y reconociendo que algunos han sido torturados, parece al menos paradójico. Sería más honesto reconocer que las sanciones a Cuba no han tenido nada que ver con derechos y libertades sino que ese país ha sido una pieza más en la guerra fría con la Unión Soviética y que el cambio de actitud se produce cuando ya carece de sentido utilizarlo en una confrontación que no ha desaparecido pero que ha cambiado de escenario.

La lucha contra el yihadismo también abunda en excesos moralizantes. Nunca será suficientemente radical la condena a las barbaridades que el Estado Islámico está perpetrando en Oriente y en Europa. Pero conviene recordar que la invasión a Irak de nuestros aliados costó más de 100.000 víctimas, la mayoría de ellas de civiles inocentes de cualquier participación en la dictadura de Sadam Hussein. Y no creo que nadie piense que esta invasión se realizó en nombre de la ética y los derechos humanos, a menos que reciban ese honroso calificativo los intereses geopolíticos occidentales en Oriente Medio y el control de los pozos petrolíferos.

Si esto sucede con nuestros enemigos, no son menos significativos los discursos moralizantes acerca de los vínculos con quienes se consideran aliados. Las relaciones con Arabia Saudí y los califatos vecinos son excelentes, con visitas reales incluidas, abundantes declaraciones de amistad e intercambio de regalos. Países que practican una feroz discriminación de las mujeres y los homosexuales, que consideran delito la disidencia religiosa, que aplican generosamente la tortura y la pena de muerte, que financian a los terroristas que les convienen. Una somera comparación con el lenguaje moralizante que se utiliza para condenar violaciones de los derechos humanos mucho menos significativas en países como Venezuela o Cuba, permite sospechar que esa amistad poco tiene que ver con razones éticas y que podríamos comprenderla mejor si se admitiera que se basa en prosaicos intereses económicos y militares. Basta pensar en el revuelo internacional que ha provocado la condena de Leopoldo López en Venezuela y el clamoroso silencio que suscita la situación de los presos y ajusticiados en esos países. Por no mencionar otra vez a los secuestrados de Guantánamo.

Como también resultan sorprendentes los bruscos cambios en la calificación moral que se suceden en las relaciones internacionales. Hasta hace poco tiempo Turquía era un país poco digno de confianza en materia de derechos humanos y libertades públicas, una de las razones por las cuales se difería su entrada en la Unión Europea. Bastó que resultara útil para que hiciera el trabajo sucio con los refugiados que trataban de entrar en Europa para que fuera declarado un país seguro y se le entregaran miles de personas sin ninguna garantía real acerca del trato que recibirán allí ni demasiado interés en enterarse de su destino. Eso sí, a cambio de unos cuantos millones y concesiones administrativas. ¿Recuerdan también aquellos tiempos en que los talibanes eran aliados de los Estados Unidos en Afganistán y Sadam Hussein un hombre de confianza?

Se podrían multiplicar los ejemplos. El recurso de apelar a prestigiosos argumentos morales para legitimar intereses políticos y económicos no es nuevo, desde las Cruzadas en adelante. Y esta argumentación está motivada por la necesidad de ocultar una motivación que resulta difícil de reconocer públicamente: la erótica del poder. El deseo de poder tiene entidad suficiente para convertirse en un fin en sí mismo, hasta el punto de que pueden sacrificarse a ese fin dimensiones humanas como la riqueza o el bienestar personal. Y, por supuesto, el bienestar de los demás. Más de un político ganaría más dinero y viviría más tranquilo en el consejo de administración de alguna empresa privada; sin embargo algunos prefieren las inquietudes del poder en un cargo público que esa tranquilidad a la que renuncian. Pero el poder tiene mala prensa, y cuando un candidato solicita el voto a los ciudadanos inmediatamente se ve en la necesidad de justificarlo apelando a su vocación de servicio y la labor que promete realizar para el bien común, presentando incluso su ambición como un sacrificio personal. Por eso en los casos citados se prefiere buscar su legitimación en el reino de la moral antes que en la ambición de poder.

No se trata de demonizar el poder. Al menos desde Foucault sabemos que el poder no se posee sino que se ejerce y que no se limita a los políticos sino que se multiplica como en un infinito juego de espejos en todas las relaciones sociales, aun en las interpersonales. Y que su raíz está en ese deseo de reconocimiento que tenemos los seres humanos, que no podemos asumir nuestra propia identidad si no somos reconocidos por los demás, como nos enseñó Hegel. Lo inaceptable no es la ambición de poder, un instrumento indispensable para cualquier transformación de la sociedad, sino el disimulo que pretende disfrazar ese deseo convirtiéndolo en servicio a los demás, defensa de valores universales y respeto a los derechos humanos con el fin de disimular maniobras impresentables, muchas veces destinadas a ocultar esa variante del poder que es la dominación. Nos entenderíamos mejor y nuestra inteligencia se sentiría menos insultada si en esos casos no se intentara travestir intereses personales, políticos y económicos en misiones humanitarias y se hablara abiertamente de las verdaderas motivaciones.

Augusto Klappenbach, Por favor, dejen en paz la ética, Público 13/04/2016

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