Plató contra la democràcia (Rancière).


El crimen democrático contra el orden de la filiación humana es, antes que nada, el crimen político, es decir, simplemente, la organización de una comunidad humana sin lazo con el Dios padre. Bajo el nombre de democracia, lo que está implícito, lo que es denunciado, es la política misma. Ahora, esta no ha nacido del ateísmo moderno. Antes que los modernos, que cortan las cabezas de los reyes para poder llenar cómodamente sus carritos en el supermercado, están los Antiguos, y en primer lugar los Griegos, que cortaron el lazo con el pastor divino e inscribieron, bajo el doble nombre de filosofía y de política, los procesos-verbales de este adiós.

El «asesino del pastor», nos dice Benny Lévy, se lee fácilmente en los textos de Platón. En el Político, que evoca la edad en que el propio pastor divino gobernaba directamente el rebaño humano. En el cuarto libro de las Leyes, donde es evocado nuevamente el reino feliz del dios Cronos, que sabía que ningún hombre puede comandar a los demás sin hincharse de desmesura e injusticia y había respondido al problema dando por jefes a las tribus humanas miembros de la raza superior de los daimones.

Pero Platón, contemporáneo a pesar suyo de estos hombres que pretenden que el poder pertenece al pueblo, y no teniendo para oponerles más que un «cuidado de sí» incapaz de franquear la distancia de los unos al todos, habría refrendado el adiós, relegando el reino de Cronos y el pastor divino a la edad de las fábulas, al precio de paliar su ausencia con otra fábula, la de una «república» fundada sobre la «bella mentira» según la cual el dios, para asegurar el orden de la comunidad, habría puesto oro en el alma de los gobernantes, plata en la de los guerreros, y hierro en la de los artesanos.


Acordemos con el representante de Dios: es verdad que la política se define en ruptura con el modelo del pastor que alimenta a su rebaño. Es también verdad que se puede refutar la ruptura, reclamar, para el pastor divino y los pastores humanos que interpretan su voz, el gobierno de su pueblo. A este precio, la democracia no es, de hecho, más que «el imperio de la nada», la última figura de la separación política, que apela al retorno, desde el fondo del desamparo, al pastor olvidado. En este caso, se puede rápidamente poner término a la discusión. Pero también se pueden poner las cosas al revés, preguntarse por qué el retorno al pastor perdido viene a imponerse como la última consecuencia de un cierto análisis de la democracia como sociedad de individuos consumidores. Se buscará entonces, no ya lo que la política reprime, sino a la inversa, lo que es reprimido de la política por este análisis que hace de la democracia un estado de desmesura y desamparo del que sólo un dios puede salvarnos. Se tomará entonces el texto platónico bajo un ángulo diferente: no el adiós al pastor, pronunciado por Platón en el Político, sino, al contrario, su mantenimiento nostálgico, su presencia obstinada en el corazón de la República, donde sirve de referencia para diseñar la oposición entre el buen gobierno y el gobierno democrático.


A la democracia, Platón hace dos reproches, que en principio parecen oponerse, pero que, por el contrario, se articulan estrictamente el uno con el otro. Por un lado, la democracia es el reino de la ley abstracta, opuesta a la solicitud del médico o del pastor. La virtud del pastor o del médico se expresa de dos formas: en primer lugar su ciencia se opone al apetito del tirano, porque se ejerce con el sólo provecho de los que cura. Pero se opone también a las leyes de la ciudad democrática, porque se adapta al caso presentado por cada oveja o cada paciente. Las leyes de la democracia pretenden al contrario valer para todos los casos. Son así semejantes a las órdenes que deja, de una vez y para todos, un médico que sale de viaje, sea cual sea la enfermedad a curar. Pero esta universalidad de la ley es una apariencia engañosa. En la inmutabilidad de la ley, el hombre democrático no honra lo universal de la idea, sino el instrumento de su capricho. En lenguaje moderno se dirá que, bajo el ciudadano universal de la constitución democrática, hace falta reconocer al hombre real, es decir, al individuo egoísta de la sociedad democrática.


Este es el punto esencial. Platón es el primero en inventar este modo de lectura sociológica que declaramos propio de la edad moderna, esta interpretación que encierra, bajo las apariencias de la democracia política, una realidad inversa: la realidad de un estado social en el que quien gobierna es el hombre privado, egoísta.

Así,para Platón, la ley democrática no es más que el capricho del pueblo, la expresión de la libertad de individuos que tienen por única ley las variaciones de su humor y de su placer, indiferentes al orden colectivo. La palabra democracia entonces no significa simplemente una mala forma de gobierno y de vida política. Significa propiamente un estilo de vida que se opone a todo gobierno ordenado de la comunidad. La democracia, nos dice Platón en el libro VIII de la República, es un régimen político que no es [propiamente] uno. No tiene una constitución, porque las tiene todas. Es un bazar para las constituciones, un traje de arlequín tal como gustan los hombres cuya gran ocupación es el consumo de los placeres y de los derechos. Pero no es sólo el reino de los individuos que hacen todo a su manera. Es propiamente el reverso de todas las realizaciones que estructuran la sociedad humana: los gobernantes tienen el aire de gobernados y los gobernados de gobernantes; las mujeres son iguales a los hombres; el padre se acostumbra a tratar a su hijo de igual a igual; el meteco y el extranjero devienen los iguales del ciudadano; el maestro teme y consiente a los alumnos que, por su parte, se burlan de él; los jóvenes se igualan a los viejos y los viejos imitan a los jóvenes; las mismas bestias son libres y los caballos y los asnos, conscientes de su libertad y de su dignidad, atropellan en la calle a los que no les ceden el paso.


La larga condena de las faltas del individualismo de masa en la época de las grandes superficies y de la telefonía móvil no hace más que agregar algunos accesorios modernos a la fábula platónica del indomable asno democrático.


Uno puede encontrar esto divertido, pero es, sobre todo, sorprendente. ¿No se nos recuerda sin cesar que vivimos en la época de la técnica, de los Estados modernos, de las ciudades tentaculares y del mercado mundial, que nada tienen que ver con estas pequeñas aldeas griegas que fueron antaño los lugares de invención de la democracia?

La conclusión que se nos invita a sacar es que la democracia es una forma política de otra época, que no puede convenir a la nuestra más que al precio de serios reajustes y, en particular, de adaptarse a la utopía del poder del pueblo. Pero si la democracia es esta cosa del pasado, ¿cómo comprender que la descripción de la ciudad democrática elaborada hace dos mil quinientos años por un enemigo de la democracia pueda valer como exacto retrato del hombre democrático en el tiempo del consumo de masa y de la red planetaria? La democracia griega, se nos dice, era apropiada a una forma de sociedad que ya no tiene nada que ver con la nuestra. Pero es para mostrarnos, inmediatamente después, que la sociedad a la cual era apropiada tiene exactamente los mismos trazos que la nuestra.

Jacques Rancière, El odio a la democracia, Amorrortu editores, Buenos Aires 2006

La República, VIII, 562d-563d.



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