El futur ja ha arribat.

Que viene el futuro

En la antigüedad, según dicen, el tiempo se experimentaba como si fluyese desde el pasado —un pasado de perfección culminante, una edad de oro— hacia un presente que representaba una degradación y que tenía que pagar una deuda constante a ese pasado para no desprenderse definitivamente de él; una deuda de memoria, de culto y de palabra para intentar retrasar la llegada de un nefasto futuro anunciado, un futuro de destrucción natural y cultural que precedería a un nuevo comienzo de la rueda del tiempo. La llegada de los tiempos modernos se vivió en buena medida como una liberación del presente con respecto a esa deuda impagable con el pasado y con los antepasados, una revolución contra el curso cíclico y repetitivo de las estaciones que abría la puerta a un futuro no programado, foco de temores y de esperanzas. Pero no se tardó mucho en convertir al presente moderno en un tiempo de nuevo hipotecado, obligado a pagar una deuda infinita, esta vez al futuro, a los descendientes y a las consecuencias, que forzaba a sacrificar la herencia del pasado y el modesto capital de lo actual en el ara de un porvenir de excelencia sublime y justicia cumplida. El retraso en la llegada de este futuro prometido se soportaba gracias a la confianza en que el curso del tiempo estaba regido por una fuerza sobrehumana equivalente a un destino, la ley del progreso que garantizaba que, a fuerza de acumular esfuerzos, el futuro sería necesariamente mejor que el presente.

Pero hubo un momento en el cual los acontecimientos históricos —principalmente las guerras mundiales y las crisis económicas— hicieron casi imposible esta confianza y se quebró la fe en el progreso como regla de la sucesión temporal de las acciones humanas. Según los militantes de un nuevo credo filosófico conocido como “realismo especulativo”, lo que ha ocurrido en nuestros días es que el futuro se ha independizado completamente del presente, es decir, ha dejado de ser el resultado o la consecuencia del progreso acumulado por el pasado y el presente y se ha convertido en el auténtico foco autónomo desde el cual mana el tiempo, y el presente y el pasado ahora se definen con respecto a él. Como ocurre con esos sofisticados productos financieros llamados “derivados”, es el futuro —el valor de futuro “inventado” de un modo puramente especulativo— lo que fija el valor del presente y lo que puede dejarlo definitivamente arrinconado como “cosa del pasado” o mantener viva su vigencia. El futuro es en cierto modo más “real” que el presente y que el pasado, pues es quien decide el sentido y la duración de estos últimos, pero a la vez es algo puramente ficticio, que no se ha dado nunca “de hecho” y que podría no darse jamás.

Parece, en efecto, cosa de locos. ¿Cómo puede lo que es ficticio por definición (porque aún no existe), lo que no puede ser nunca totalmente anticipado, funcionar como algo “más real que la realidad” y someter a sus “fantasías” la facticidad de lo existente y de lo subsistente? De hecho, este “realismo” sólo puede pensarse con el auxilio de la ficción, especialmente de la ficción distópica en la tradición de 1984, Un mundo feliz o Mad Max. No sabemos cómo habría sido el mundo del arte si los dadaístas hubieran triunfado en términos absolutos (¿o es que lo han hecho y no nos hemos percatado?), pero podemos imaginar un mundo en el que triunfe absolutamente lo que Yuval Noah Harari llama el dataísmo (la nueva religión de los datos, especialmente de los big data que sólo pueden manejar y procesar algunas de las grandes empresas de la comunicación), el intento de reducir la vida a procesamiento de información y a una serie de algoritmos predecibles que, sin necesidad de conciencia, podrían conocer a los organismos mejor de lo que ellos se conocen y prever “especulativamente” su comportamiento futuro. Uno de los corolarios de este dataísmo es, según Harari, que los humanos, considerados como individuos, podrían perder interés y valor desde el punto de vista económico y militar, salvo una pequeña élite de humanos “mejorados”. Y esto, dice Harari, sería compatible con la economía de mercado y con la tecnología científica, pero no con la democracia liberal. De modo que no solamente ocurriría que el futuro habría sustituido al presente como fuente de valor, sino que, como decía Günther Anders, el hombre se habría quedado obsoleto como medida de la política, de la economía, de la guerra o de la ciencia, pues sus capacidades resultan superadas por las de las máquinas inteligentes. En cualquier caso, la distopía parece haber sustituido a la utopía como género literario “futurista”.

Aunque, para decirlo todo, también hay entre estas obras de filosofía de anticipación o de especulación sobre futuros algunas que conservan una carga utópica (es decir, que se sitúan especulativamente en un futuro alternativo al capitalismo). Contra lo que pudiera pensarse, no solamente los emprendedores aguerridos ven en las crisis oportunidades, sino que esa visión es un tópico de todas las filosofías modernas de la historia: ya en el siglo pasado, los marxistas se apresuraban a advertir ante los primeros indicios de cada crisis económica que se trataba de la última crisis, de la crisis definitiva del capitalismo, que, como el lector recordará, ha construido las armas de su propia destrucción y las ha puesto en manos de aquellos que han de ser sus sepultureros. Y así, con ocasión de esta crisis económica, se ha producido todo un género literario que podríamos denominar poscapitalismo, que también es un género de ficción dedicado a especular con un escenario del que haya desaparecido ese gran monstruo. Pero incluso en esas obras, la pars destruens —la descripción de la distopía capitalista— es, como en una película de espías y conspiraciones, mucho más apasionante que la de su alternativa poscapitalista, siempre amenazada esta última por la sombra de esos otros totalitarismos nada especulativos del siglo XX que, sin necesidad de dataísmo ni algoritmicismo ni literatura de ficción anticipativa, trataron a los seres humanos desde el punto de vista económico y militar como si su individualidad les importase un bledo, descontando la de unos pocos humanos selectos, lo cual no solamente amenazó a la democracia liberal, sino que de hecho la suprimió durante casi un siglo. ¿A qué se debe esta seducción del desastre, que recuerda a esas fases de la cultura popular en las cuales, como recordaba en cierta ocasión Umberto Eco, las masas se identifican con los grandes malvados (Fantomas o Fu Manchú) en lugar de hacerlo con los héroes salvadores?

En un tiempo como el nuestro, que se cree liberado de toda mitología, bien pudiera ocurrir que el último mito que subsistiese fuese el del capitalismo. Es decir, la creencia en que hay un “sistema” que organiza el mundo y le confiere sentido. No importa que sea un sentido profundamente irracional e incluso moralmente perverso, el caso es que es capaz de dotar a la historia humana de un motor interno e infalible (la “economía”) que puede explicarlo todo: las bancarrotas, las contradicciones, las revoluciones, el terrorismo, la xenofobia, el cambio climático, las migraciones masivas, la anorexia, la depresión o los viajes interestelares. La distopía tiene, en este sentido, un efecto tranquilizador (al menos hay un Gran Hermano contra el que luchar). Aunque ellos no hayan sido sus únicos forjadores, este mito sigue recibiendo una buena parte de su fuerza de las poderosísimas metáforas poéticas de Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, en donde se dibuja esa imagen ciclópea de un gigante capaz de engullir todo lo que parecía exterior a él y fagocitarlo, alimentándose de sus propios estropicios y dando lugar, en su apoteosis final, a una nueva humanidad poshistórica.

Leyendo este tipo de literatura contemporánea de anticipación filosófica surge, de cuando en cuando, la pregunta acerca de si el término poscapitalismo no podría entenderse también de otra manera. No como la descripción especulativa de un futuro humano que recuperase la edad de oro perdida por los antiguos, sino —más modestamente— como la posibilidad de pensar los problemas que nos preocupan sin recurrir a estos términos (“el sistema”, “el comunismo”, “el capitalismo”), que en la lucha ideológica se arrojan al bando enemigo como proyectiles simbólicos, pero que son muy poco nutritivos intelectualmente. Son, como se dice hoy, “significantes vacíos” que se ponen en circulación para que sus usuarios los llenen con todo lo bueno o todo lo malo que puedan concebir en el mundo, pero que carecen de utilidad cuando de lo que se trata es de abrirse camino conceptualmente en ese mismo mundo. Quizá fuera una tarea estimulante, no para una filosofía del futuro, sino para el futuro de la filosofía, la de aprender a pensar sin esa imagen del Gran Enemigo Omnisciente y Omnipotente que, como Saturno, no deja de devorar a sus hijos. Si la filosofía y las ciencias sociales han de buscar alguna alternativa, quizá no se trate tanto de una alternativa al capitalismo como a esas maneras de pensar las cosas que dificultan su conocimiento, aunque ello resulte menos tranquilizador que la distopía. Algún trabajo habrá que dejarles a los guionistas de series televisivas.

José Luis Pardo, Que viene el futuro, Babelia. El País 23/01/2017

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