La servitud voluntària o el món a l'inrevès (Claude Lefort).



En un primer tiempo, La Boétie no hace más, al parecer, que formular y planear la cuestión: ésta nace ante el espectáculo de los pueblos sometidos, como si el escándalo se produjera a la vista de todos: “Es tan escandaloso, y a la vez ya tan aceptado, que más que extrañarnos, nos duele”. Ante el hecho que se nos relata, la sorpresa es inadmisible; incluso puede parecer sospechosa, pues por qué sorprenderse al descubrir algo que, no obstante, está ya tan aceptado: a saber, que uno solo reina sobre un número infinito de hombres.

La pregunta no revela el hecho; basta con observarlo. Se da con él, porque es familiar, extraño, visible, ininteligible. Vemos en la tiranía el mundo al revés, y este mundo es el nuestro: la fuerza ocupa el lugar de la debilidad y ésta el lugar de la fuerza. Y como más examinemos el hecho, más fantástica nos parecerá esta inversión. Descubrimos que un pueblo puede soportar-lo todo, no de enemigos poderosos, sino de uno solo y, aún más, “no de un Hércules ni de un Sansón, sino de un solo hombrecillo, las más de las veces el más cobarde y apocado de la nación”, sino del ser más frágil, que apenas habría podido satisfacer “a la última mujerzuela”. Ante nuestros ojos el poder del número infinito se disuelve al contacto de un poder casi nulo. Ahora bien, lo que el pensamiento aprehende en lo visible, al quedar reducido a sus propios poderes, lo capta como una ficción: ¿Quién lo creería si sólo lo oyera y no lo viera que, en todos los países, entre todos los hombres, todos los días, un hombre sojuzga a cien mil y los priva de su libertad?... ¿Quién no pensaría que se trata de un engaño o de una ficción?”. No hay, pues, que dejar de observar y de preguntarnos qué es lo que se ve realmente; hay que apartar los hechos que enturbian la visión general. Así aparece el amo de pronto, desnudo, me-nos que un hombre, menos que una mujer, risible, pero detentador del poder todopoderoso. Convocado al extraño espectáculo de la tiranía, el lector queda emplazado frente a la cuestión: la recibe con las palabras que, al describir la dominación y la sumisión, asignan a la ficción el estatuto de lo real. 

Pero, repentinamente, sin dejarle el tiempo de apreciar el hecho, la cuestión pasa a ser tan extraña como el hecho y des-borda su enunciado. Lo inconcebible ya no es únicamente el que un hombre sojuzgue a cien mil ciudades, sino que el pueblo se someta cuando, en realidad, no tendría que hacer nada para liberarse de él. No hay que creer que deba defenderse contra el tirano, o atacarlo; no debería siquiera “gritarle nada”. Bastaría con no darle nada. No hay que creer que deba hacer “algo para sí mismo”, bastaría con que no hiciera “nada contra sí mismo”. Sin duda, debemos convenir en ello, si admitimos que el tirano reina por voluntad de sus súbditos: la conclusión se desprende de las premisas, aunque sea desmesurada. Debemos aprender que, de la servidumbre a la libertad, no se da transición alguna en lo real: ni espacio, ni tiempo que recorrer, ningún esfuerzo, ninguna acción; tan sólo se da una versión del deseo. Tan pronto como los hombres dejen de querer al tirano, éste quedará derrotado; tan pronto como deseen la libertad, los hombres la tendrán. Ésta es, pues, aparentemente, la nueva versión del enigma: “ ¡Si para tener libertad basta con desearla! ¡Si tan sólo basta con quererla! ¿Habráse nación en el mundo que su precio aún le parezca demasiado alto, cuando podría obtenerla con sólo desearla?”. Pero lo que se presenta como inconcebible conlleva, a la inversa, otro inconcebible. ¿Cómo pensar que el tirano, su policía, su ejército, todas sus fuerzas se desvanecerán con sólo negarse a servir? ¿Es posible negarse cuando, una vez vencidos y desarmados, la violencia se abate sobre ellos? Y, de producirse un rechazo unánime ante el tirano, ¿cómo suponer que se haga en una sola vez, que confluyan de pronto los deseos de un número infinito de personas? ¿Cómo entender finalmente estas palabras inauditas: el pueblo no tiene más que desear la libertad para obtenerla; el deseo se realizará con sólo formularlo? No, dice La Boétie: el hombre encadenado es libre, por poco que quiera serlo. Esta fórmula no sorprendería, pues se conocen su origen y su historia. No, La Boétie no habla del alma, sino de la ciudad; no habla de la libertad interior, sino de la libertad política. Afirma que, si el pueblo esclavo lo quisiera, caerían sus cadenas. ¿No sería acaso que, confrontado con el hecho contra natura, el pensamiento tendiera a perderse en una ficción, ese pensamiento que, según decíamos, tendería a plantear como ficción la dominación de uno solo, de no ser que se viera obligado a comprobarla personalmente? 

Claude Lefort, El nombre de uno, apendice al Discurso de la servidumbre voluntaria, La Plata: Terramar, Buenos Aires 2008

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