Populisme, postveritat i mercat.




Cuando las listas navideñas hicieron de posverdad y populismo las palabras políticas del año, enseguida se dedujo que el éxito electoral de este solo se debía a la eficacia de aquella. Razonamiento que implica un encuadre populista, como si el santo pueblo inocente hubiera sido engañado por aviesos charlatanes. Pero con ello se olvida que la propaganda electoral siempre ha recurrido a la manipulación de los hechos. No, la posverdad no se basa tanto en la mendacidad como en la publicidad. En la era de la mercantilización, es verdad lo que cree la gente por mucho que diste de la realidad fáctica, pues la creencia es otro producto igualmente sometido a la ley de la oferta y la demanda. 

Y si la mayoría compra xenofobia o populismo, el resto piensa que por algo será, aceptando como evidente por sí misma esa mayoritaria definición de la realidad. Esta sumisión de la verdad a la lógica del mercado también explica la propia emergencia del populismo, que es a la política lo que los best sellers a la literatura. Lo que demandan lectores y electores no es calidad sino cantidad, pues prefieren leer o elegir aquellas novelas o aquellos líderes que gozan del masivo aprecio del mercado. Y si los demás votan Brexit, Trump, Tsipras o Grillo por algo será, lo que autoriza a votar lo mismo en la creencia de que la mayoría no puede estar equivocada. Esto permite entender a los partidos populistas como unas candidaturas low cost de emprendedores políticos que han logrado desbancar a las grandes corporaciones bipartidistas robándoles sus electores hasta expulsarlas del mercado. 

Pero esta forma de entender el populismo de acuerdo a la lógica del mercado olvida un dato esencial: y es que siempre se trata de una protesta pública dirigida contra la libertad de mercado. El factor que provoca el ascenso populista es la pérdida de derechos adquiridos como consecuencia del incremento de la competencia de mercado, daño que los populistas perciben como un agravio comparativo. El populismo de derechas atribuye la pérdida de derechos adquiridos a la competencia desleal del intrusismo foráneo, que roba los empleos aceptando trabajar con menores salarios. Y el populismo de izquierdas atribuye la pérdida de derechos adquiridos a la devaluación salarial impuesta por las élites gobernantes para ganar competitividad externa en beneficio de las corporaciones privadas.

Por eso ambos populismos de derechas e izquierdas coinciden en reclamar al unísono la misma exigencia política del cierre de los mercados internos erigiendo barreras que impidan la competitividad exterior, como única forma de garantizar los derechos de propiedad sobre los puestos de trabajo blindados por su antigüedad. Y esta exigencia de proteger los empleos en defensa de los propios derechos adquiridos resulta tan imbatible como el análogo derecho a decidir que reclaman los secesionistas. Lo cual explica el éxito electoral del populismo mucho mejor que la pretendida posverdad que supuestamente permitiría engañar a los votantes como a pardillos incautos. Por el contrario, por quienes se sienten engañados los electores es por esos partidos establecidos que les recortan los mismos derechos que habían prometido garantizar. Y, en consecuencia, prefieren castigarlos pasando a votar a unos populistas que prometen cerrar los mercados para impedir y revertir el creciente deterioro de sus derechos adquiridos.

Si la socialdemocracia declina no es porque se haya quedado sin ideas o no sepa comunicarlas con suficiente posverdad, sino porque sus dirigentes han venido rompiendo y traicionando en la práctica los compromisos en que se basaba la coalición socialdemócrata entre funcionarios, asalariados y empleados cualificados. Y, en consecuencia, están surgiendo por doquier nuevas coaliciones populistas entre los restos a la deriva del precariado salarial y los profesionales urbanos desplazados por el incremento de la competitividad.

Se podrá decir entonces que los populistas son contrarios a la libertad de mercado sacralizada por el dogmatismo neoliberal, pero eso no les quita ni un ápice de legitimidad política para reivindicar sus derechos agraviados. Otra cosa muy distinta es, en cambio, que en nombre de la legitimidad de su causa adopten unos métodos de movilización (como el cesarismo plebiscitario, el sectarismo clientelar, la discriminación excluyente y la instrumentalización de las instituciones) que resultan políticamente ilegítimos. Pues no hay fin que pueda justificar el recurso a medios antidemocráticos.

Enrique Gil Calvo, Posverdad y lógica de mercado, El País 08/02/2017

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