La connexió és el nou opi del poble (Ignacio Castro Rey)



“Cazan sin hambre”, dice un padre desesperado hablando de su hijo. El chico es bueno, educado y obediente, pero completamente apático, indolente e incapaz de esfuerzo sostenido, como si a sus 14 años ya estuviera de vuelta de todo. Éste es uno de los signos de la época, la función de llenado que ejercen la información, las facilidades técnicas y las pantallas portátiles donde todo parece servido a la mano. Si uno está lleno, sin hambre, ¿qué puede aprender todavía? Si los alumnos están colmados, casi de vuelta de todo, ¿qué puede enseñar una madre o un profesor? Se dice, y hay razones para tomarlo en serio, que hay jóvenes (no solo en Japón) que ya están de vuelta del sexo, antes casi de haberlo experimentado, por saturación de imágenes y conexiones.

Se mire como se mire, es más bien dudoso que la penetración tecnológica sea neutral o solo divertida. Fijémonos en que las clásicas tecnologías corporales de concentración (mirar, escuchar, leer, pensar, recordar, amar; incluso preocuparse o sufrir) están en entredicho, como en suspenso, al retroceder ante las tecnologías sociales de dispersión: chatear, enviar Whatsapp, cambiar de canal, divertirse y deslizarse sin parar. La deslocalización parece haber llegado al cuerpo, que ha externalizado buena parte de sus potencias. Si la tarifa es plana, los efectos personales también lo son: atención distraída, miradas abstractas, silencio ensimismado… Y también, hay que decirlo, precariedad en los afectos y las relaciones. ¿A qué vamos a serle fiel si estamos educados en el movimiento perpetuo? El surf, dice el humor negro de Deleuze, contamina todas las actividades.

Enredados de tuit en tuit, de chat en chat, de mensaje en mensaje, apenas tenemos tiempo ni energía para hacernos preguntas, para pararnos, sentir o pensar por cuenta propia. Cualquier tecnología existencial exige retirarnos, dejar por un momento de ser interactivos y visibles. Y tal retiro choca hoy con uno de los fantasmas de la época: el miedo al silencio, a quedarse atrás. Por eso la obsesión es compartir, comunicar, participar, no estar nunca a solas con nada. Se dirá que esto último es “aburrido”, una palabra repetida con frecuencia. Ahora bien, dado que el aburrimiento es importante por los signos que emite (si mis amigos me aburren, mala cosa), la pregunta es: ¿qué le ocurre a un ser humano, drogado por las tecnologías, cuando ocurre algo para lo que no existe aplicación de móvil? Lo mismo que a un taxista excesivamente dependiente del GPS: se perderá en su propio barrio.

¿Cómo la atención, la fidelidad, el trabajo o los estudios no van a resentirse de la gigantesca pantalla táctil en la que vivimos? Esto por no hablar de la poda brutal del idioma inducida por la rapidez de las tecnologías de moda, más esa incultura masiva que se extiende. Si la invasión tecnológica puede indignar a padres y profesores, aparte del maltrato y la mala educación de presencia real que se extiende (las primeras víctimas son los padres), es porque el plan global es convertir al ciudadano, preferentemente a los jóvenes, en plastilina fácilmente maleable, nueva mano de obra barata y disponible que ocupará el lugar de los inmigrantes. Se necesitan ciudadanos flexibles, esclavizados en su jornada laboral, pero muy creativos en su tiempo libre y en sus recreo ocioso. Recreo que además, con las nuevas tecnologías, se puede colar en cualquier minuto suelto. Las pellas virtuales nos harán más fácil la servidumbre voluntaria a la democracia real de la economía. Seremos semi-mileuristas, pero sedados con las drogas blandas de tarifa plana. Esclavos lowcost y además sonrientes: el dependiente ideal. Los paraísos artificiales de lo virtual sedan el infierno real.

Por otro lado, ha insistido Baudrillard, la interactividad tecno-frenética tiene poco de democrática y horizontal, pues oculta nuevas formas de violencia y jerarquía. La interactividad de las redes está ocupada por una rivalidad interminable, escondiendo formas nuevas de presión, de acoso y maltrato. Como además en las redes estamos pegados unos a otros, y a toda velocidad, apenas tenemos margen para interpretar el significado de los mensajes y “ver venir” el peligro. Es sabido que, en un medio virtual sin cuerpos ni gestos, es muy fácil simular. Cuando nos damos cuenta ya es demasiado tarde y somos amigos del enemigo. Además, una especie de anonimato protege la agresión en las redes. Nadie dispara personalmente, dice un empresario inteligente y humanista: “Todo son balas rebotadas”.

¿Por qué buscamos sin cesar barbaridades en las pantallas, cuando por otra parte hemos desechado las sorpresas y las emociones en directo? Tal vez porque sentimos que nos amenaza un aburrimiento letal, en estas vidas reguladas donde carecemos de técnicas primarias, y necesitamos entonces los “efectos especiales” de las desgracias ajenas. Nuestra vida puede ser dudosa y muy estresante, pero esta noche veremos en The Walking Dead cerdos que se ceban con cadáveres humanos, recordando así que a otros les va mucho peor. Igual que la información, la tecnología alivia, drena nuestro malestar. El espectáculo del horror externo seda las dudas íntimas que tengamos sobre nuestra propia vida.

La conexión es pues una anestesia, un inhibidor del vómito. Esto nos hará infinitamente flexibles, que es justo lo que la nueva empresa y la precariedad laboral necesitan. ¿La conexión es entonces el nuevo opio del pueblo? Si es así, el bueno de Marx no estaría muy libre de culpa, con aquella fanática apuesta suya por el progreso y las ironía sobre cualquier romanticismo. Para más Inri, la “neblina metafísica” expulsada por la puerta industrial del capitalismo de estado ha regresado por la ventana posindustrial del mercado.

Trabajo, deberes, gimnasio. Clases de alemán o inglés, de teatro, de baile… Nunca hemos estado tan ocupados, también en el tiempo libre. Y por encima, esta presión constante para actualizarse, profesional y personalmente. Nos rodea la amenaza incansable de “no quedarse atrás”. Pero esta conminación histérica a estar al día nos enferma, pues nos impide reposar en ninguna zona de sombra, sin la cual no hay experiencia del cuerpo ni del alma. ¿Qué haremos, qué tecnología emplear cuando tengamos que desconectar y pararnos en algo para lo que no hay cobertura? Si este mundo va tan deprisa es porque teme a lo que podría ocurrir en uno de esos momentos de “tiempo muerto”. De ahí que tapemos todos los huecos, de ahí nuestro pánico al vacío y al silencio.

Y después este bla, bla, bla imparable, representado en los célebres tertulianos. Es la mentira, el cebo popular que actúa como sedante, de que podemos tener opinión sobre todas las cosas. El mito además de que nuestra opinión será tenida en cuenta dentro de la pantalla global de la libertad de expresión. Ésta es la gran tapadera de una nula “libertad de acción”. De ahí que el bloguero o el youtuber sean ídolos sociales, no solo juveniles. Todo el mundo aspira a ser famoso, a marcar tendencia y producir efectos virales. En una especie de estado de excepción permanente, que algún día nos costará caro, emitimos sin parar para que nada entre en nosotros. Heidegger y Virilio han hablado con frecuencia de un divorcio generalizado de todo punto fijo, incluso en nuestra propia vida. Corremos para no tener destino, se ha dicho; para no ser fieles a nada ni hacernos algunas preguntas incómodas. Fuera los marrones o los malos rollos: por eso cuando tienes un auténtico mal día (o una enfermedad grave) no hay muchos amigos dispuestos a escuchar. Salvo los profesionales, claro, pero no siempre son de tarifa precisamente plana. Las facilidades de lo plano (Germanwings) harán más duros los accidentes del relieve.

H. Arendt nos diagnosticó una voluntad febril de elevación, la ilusión de un despegue de la tierra y la vieja comunidad mortal de hombres y criaturas. ¿Qué diría ella ahora de esta prolongación de la “carrera espacial”, personalizada en las redes? Cada uno con su escafandra de astronauta incorporada (gorra, gafas de sol, auriculares y pantalla), aislado del prójimo y de la cercanía para conectarse a cualquier lejanía. A veces, se ha dicho, los jóvenes parecen quedar para “darse la espalda” y aislarse juntos.

Si el formato libro o el formato cine están en desuso (como el formato disco) es debido a que el tamaño ha de ser manejable para que la rotación sea rápida y cause efectos masivos. En otras palabras, para que no sea vea lo sociodependencia que padecemos hacia contenidos idiotas, sin cesar convertidos en chatarra por la obsolescencia programada. Y entre el cine y el ordenador (entre el libro y el móvil) no se trata del tamaño de la pantalla, sino del obstáculo que representa para escuchar, para mirar y entender, el modelo del narcisismo doméstico y sus mil distracciones banales.

Un ser que vive en un ambiente climatizado, ¿cómo se enfrentará al exterior, a un problema real en un terreno desconocido? No solo nos contamina la basura que nos rodea. Sobre todo, tememos que nos contamine el oxígeno limpio y el aire libre, pasear por la calle o por el campo, como si ya no pudiéramos fácilmente vivir sin los miedos inducidos (Beck) que refuerzan nuestro encierro tecnológico.

No olvidemos que hay nuevas enfermedades asociadas a esta forma masiva del aislamiento ensimismado que es la comunicación tecnológica. El filósofo surcoreano Han, afincado en Alemania, ha alertado del agotamiento, la fatiga crónica y la depresión que van asociadas a unas costumbres urbanas que hoy excluyen sistemáticamente el trauma, el choque real y la sombra de cualquier “negatividad”. No hace falta entrar en detalles: por falta de choque real, los cuerpos y las mentes han de buscar aberraciones, formas de diversión que a veces lindan con el acoso, la violencia o el delito. Sin ir más lejos, el ardor del fútbol en este mundo anestesiado, ¿sería concebible sin una sociedad de ciudadanos domesticados, sin millones de personas que han abandonado cualquier épica de vivir?

Sin embargo, nadie está hablando de abandonar la tecnología, de retirarse a la selva y volver a vivir en taparrabos. Puede no estar mal en algunos casos (Captain Fantastic), pero no es una solución deseable o posible para la mayoría. Además, toda época, también hace mil años, ha tenido la cara y la cruz de su propia tecnología. Solo se trata de entender que entre la tecnofilia y la tecnofobia hay una amplia experiencia, crecientemente abandonada por la humanidad avanzada del “primer mundo”. No hay ningún problema en lo técnico. Todas las culturas y épocas, todas las civilizaciones han sido técnicas en grado tan alto que apenas las entendemos.

El problema solo está en el integrismo tecnológico que a veces nos rodea, en esta fundamentalista inmersión tecnológica a la que hoy se nos invita, como si se tratase de clonarnos en “nativos digitales” que tienen un nuevo útero que debe competir con el de sus madres. Lejos de esta oferta del mercado, vital y políticamente envenenada, una mano y un hemisferio cerebral (el más emocional e inteligente) debe quedar libre, disponible para lo terrenal y sus accidentes analógicos. Esto, al menos, si queremos seguir siendo humanos. La única ventaja del hombre y el animal frente a la máquina es que tiene afectos, defectos, esperanzas y miedos.

Somos tecnológicamente incorrectos (Baudrillard): he ahí nuestra grandeza. La perfección es espantosa, escribió una poeta estadounidense: no puede equivocarse, ni amar ni tener hijos.

Ignacio Castro Rey, tecnología y monstruosidad, ignaciocastrorey.com


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