L'Europa premoderna i les fake news.


Si entendemos por fake news una desinformación maliciosa (siendo, en cambio, el troll, de quien ya nos hemos ocupado en este blog, alguien que sabotea la deliberación con fines lúdicos) y tomamos en consideración que más de la mitad de los ciudadanos se informa ya a través de las redes sociales y, sobre todo, que más de la mitad de quienes así se informan no recuerda dónde leyó lo que cree que leyó, se diría que hay motivos para la preocupación. 

En 1588 circuló por toda Europa la noticia de que la Armada Española había infligido una severa derrota a la flota británica, en lugar de haber sucumbido a una fatídica tormenta: una noticia falsa de primer rango. Si este rumor se propagó a causa del miedo, de un entusiasmo infundado o del simple deseo, no importa; todos ellos son factores emocionales que pueden impulsar la circulación de falsas noticias. La cuestión es que, como relata Andrew Pettegree en su excelente The Invention of News, nuestros ancestros medievales ya se encontraban con graves –mucho más graves– problemas de corroboración que las elites sociales se esforzaban por resolver. Por aquel entonces, la información que llegaba por escrito resultaba sospechosa: ¿cómo saber si era cierta? En cambio, un informe entregado verbalmente por un amigo o mensajero resultaba más creíble. Y esa vieja tradición ha tenido una influencia duradera en nuestra cultura, a pesar de que el criterio personal se convierte en impracticable en el mercado de noticias de masas desarrollado en la modernidad (y de ahí la relevancia que adquirirán en este último la reputación de las cabeceras e incluso la credibilidad de las firmas individuales). Igualmente, hay que tener en cuenta que, durante el Medievo, la difusión y recepción de noticias es sobre todo comunitaria, lo que contribuye a explicar que el primer formato informativo nacido tras la invención de la imprenta no sea el periódico, sino el panfleto: un texto informativo, pero comprometido y apasionado, cualidades estas últimas que ayudan a explicar su tribalismo (agravado tras la Reforma y con las guerras de religión). De hecho, los primeros periódicos son terriblemente áridos: tediosos en su exposición factual, no logran seducir a un público acostumbrado a otros registros comunicativos. Téngase en cuenta que incluso las canciones y el teatro servían entonces para obtener información. A cada cual, su medio: los emperadores romanos acuñaban monedas con el nombre de la batalla que habían ganado para que la noticia se difundiese como merecía.

Sucede que el modo en que circulaban las noticias en la Europa premoderna no es una mera curiosidad para historiadores, sino que nos proporciona alguna pista acerca de su difusión en la esfera pública digital y, de paso, nos ayuda a explicar el tipo de dinámica que está detrás de las fake news y otros fenómenos asociados a la denominada «posverdad». Y es que, si las redes sociales han traído algo de vuelta, es esa dimensión comunitaria de los procesos informativos: no en el sentido de que las noticias sean producidas en la propia comunidad, sino en el de que son recibidas y comentadas en el interior de unas comunidades digitales habitualmente caracterizadas por la sintonía ideológica de sus miembros. Distintos conceptos se han empleado para describir este rasgo: filtros burbuja, cámaras de resonancia, efecto silo. Sólo en un contexto así, si bien se piensa, puede aceptarse un rumor tan descabellado como el que atribuía a Hillary Clinton la organización de una red pedófila cuyo centro se ubicaba en una pizzería de Washington: hasta el 50% de los votantes de Trump decía creérsela y uno de ellos se presentó allí con un arma dispuesto a hacer justicia. Quizá no todos ellos lo creían literalmente, pero sí que lo compartieron para señalizar su fidelidad tribal o disfrutaban de la historia por razones de puro entertainment.

Manuel Arias Maldonado, Fake news: verdades y mentiras, Revista de Libros 21/02/2018

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