Raça i genètica.


No disparen al genetista. Con toda su mala fama y su leyenda negra, la genética ofrece un argumento nítido contra el racismo: la mayor parte de las diferencias genéticas no son entre poblaciones, sino entre personas. En un solo bloque de pisos de cualquier ciudad moderna puedes encontrar una muestra adecuada de la variabilidad humana. Los colores de la piel y el pelo, la forma de los ojos y la nariz y todas esas cosas tan llamativas varían entre poblaciones, obviamente, pero no son más que adaptaciones al clima local ocurridas durante los 50 milenios que la especie lleva propagándose por todo el mundo, y dependen de unos pocos genes. En cambio, los componentes genéticos de la inteligencia son variables en todas las poblaciones, e incluso en todas las familias. Esa es una variabilidad de fondo, que los humanos hemos heredado del pasado de la especie, y que nos acompaña allí donde vayamos, en cada esquina de cada calle, en la luz y en la noche de esta historia inacabable.
Como idea, o como propuesta académica, el racismo es tan fácil de refutar que apenas merece la pena hacerlo. Seguramente es una ocurrencia del siglo XV, cuando empezaron las conquistas y la intervención cultural o religiosa del indígena, el aborigen y todos esos escombros biológicos abandonados por la mano de Dios en la zona de sombra del planeta recién descubierta por Pizarro y el doctor Livingstone, supongo. El propio Darwin sería considerado un racista por los criterios actuales, pues anduvo buscando grados intermedios de la evolución humana en las islas inexploradas de medio mundo.
Pero eso —juzgar el pasado con las gafas del presente— es un error que jamás debe cometer un historiador. Y en cualquier caso hoy sabemos que la cosa no fue así: que todos los humanos actuales venimos de la misma pequeña población africana, y que los únicos grados intermedios de ese proceso están fosilizados desde la noche de los tiempos.
Pero el problema no es ese, sino que el concepto derribado por la ciencia subsiste en los sesos del hablante, porque el racismo mora en el diablo neurológico que todos llevamos puesto de serie, de nacimiento, como un lastre que nos impide pensar con claridad. La genética no es lo contrario de la educación, sino su mejor argumento, porque el material humano es horrible en su estado silvestre, y requiere genio y fuerza moldearlo hasta que pueda convivir en sociedad. De eso iba Voltaire y todo ese rollo de la Ilustración, ¿no, troncos?
Lo malo no es lo que un racista dice. Lo malo es lo que no dice.
Javier Sampedro, Raza, El País 17/05/2018

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